Cansado de hacer comedias ñoñas que lo encrucijaron en un callejón sin salida económico, el director de cine barato, Hershell Gordon Lewis, y su socio, David Friedman, decidieron producir y filmar una película que rompiera mitos y tabúes en los anales del horror. En 1963 se les ocurrió hacer una película con exceso de hemoglobina, algo inimaginable que no se había intentado para la pantalla grande nunca.

En términos generales, así nació Blood feast, con justeza la película más sangrienta y ligeramente violenta jamás hecha hasta entonces, que fue recibida como lo que era: un balde de sangre en la cabeza. Como todo el cine independiente raro y retorcido relegado a pocas salas, la cinta llamó la atención de los freaks por lo raro de sus excesos, entre ellos una sacada —literalmente— de lengua a dos manos y una trepanación de cerebro rudimentaria.

Todo mundo se escandalizó y el de boca en boca mandó a los cines a los que estaban hartos del horror convencional, para una experiencia sangrienta única. La historia de la sangre en este filme casi maldito dio lugar a muchas aseveraciones perversas y degeneradas que acabaron encasilladas en un término: el gore.

La cinta se volvió legendaria y referente obligado para los que buscaban divertimiento cinematográfico extremo.

De eso trata ahora el documental de Hershel Gordon Lewis, “El padrino del gore”, realizado por otro proscrito del cine poco convencional: Frank Henenlotter, asociado con Jimmy Maslon, quien también produce este homenaje bizarro en la conocida marca del cine desviado: Something Weird Video, con un plus insuperable: la aparición del rey del trash,
John Waters.

El autor y director de lo que luego sería conocido como la trilogía sangrienta (Blood feast, 2000 Maniacs y Color me blood red). En la primera, en los suburbios de Miami, un vendedor de comida egipcia asesina a varias mujeres, las mutila bárbaramente y ofrece sus partes sangrantes a una diosa egipcia a manera de sacrificio. Un detective incompetente intenta detenerlo. La segunda, que data de 1964, ocurre en el pueblo sureño de Pleasant Valley, a donde van a dar varios automóviles por un letrero de desviación balín. Los lugareños reciben a los paseantes con una amabilidad inusitada, para luego, mediante engaños, sacrificarlos y mutilarlos en medio de un gran baño de sangre.

En la tercera, un artista plástico utiliza la sangre de sus víctimas, para pintar cuadros dantescos. Todas presentan elencos desconocidos en busca de una oportunidad que deje huella en el nuevo género de un gore recién descubierto, que causa adicción en los funciones de los cines de media noche. Más tarde, su aparición en VHS, en unas cajas grotescas (que hoy valen una fortuna entre coleccionistas), dan origen a toda una mitología cinematografica de la nueva sangre.

Lo que en su génesis fue torpe y grotesco, se volvió moda perversa y todos, dado el éxito de las cintas de Gordon Lewis, se volvieron cineastas de cine de horror sesentero, sin perdón, sin vergüenza y con excesos inimaginables cuya resonancia aún perdura hasta nuestros días. Hay algunos remakes a este tipo de entretenimiento, pero nada como el gore primigenio. Todo se puede conseguir con ya saben quién, y ya saben cuándo y dónde.

pepenavar60@gmail.com

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