Tomo la idea del profesor José Roldán Xopa, quien ha explicado con insistencia que la corrupción no puede ser vista como un delito sin víctima, pues las víctimas somos todos. Aparentemente sutil, esta idea tiene poderosas implicaciones: nos dice que los recursos públicos tienen dueños que son despojados cada vez que alguien se apropia de ellos, y también que nadie tiene la prerrogativa de quedarse con ese dinero bajo el falso argumento de que actúa en su nombre.

El problema técnico de esa definición es que las víctimas no pueden ni deben hacerse justicia por propia mano. Para defendernos de los abusos de quienes nos arrebatan la propiedad del dinero público debemos acudir a la protección del Estado que es, sin embargo, el mismo espacio donde se produce el despojo. Los servidores públicos que encarnan el sistema político juegan el doble papel de representar a las víctimas y de ser victimarios. Y en un sistema más bien cerrado y oscuro, esa división de roles dentro de la misma organización puede perderse entre sombras. De aquí la importancia de distinguir con la mayor claridad posible los papeles asignados a quienes gastan el dinero y ejercen actos de autoridad, de quienes han de vigilar y salvaguardar los derechos de propiedad de los dueños originales de esos recursos.

En ausencia de esa distribución de tareas —ambas derivadas del sistema vigente— la vigilancia del derecho de las víctimas se desplaza hacia la informalidad y está condenada a convertirse en escándalo. Prácticamente cada semana hay uno nuevo en la prensa y las redes sociales. Pero el escándalo no sólo es insuficiente para producir sanciones jurídicas por sí mismo, sino que corre el riesgo de “vacunar” a la sociedad sobre la importancia de los despojos que sufre. Por otra parte, enderezado en contra de la legitimidad de los victimarios, el escándalo puede ser atendido con rapidez por los operadores políticos para controlar daños, sin generar paso alguno a favor de los derechos de la sociedad.

El caso más reciente —a reserva de que la “Caja China” sugerida por Luis Estrada en La Dictadura Perfecta vuelva a ponerse en funcionamiento— es el de OHL y la construcción amañada del Viaducto Bicentenario en el Estado de México. En ausencia de una víctima clara, los daños políticos inmediatos ya fueron paliados con la renuncia del secretario de Comunicaciones de aquella entidad y del ejecutivo de la empresa que tuvo a bien obsequiarle unas espléndidas vacaciones en la Riviera Maya. Y desde luego, con la promesa de iniciar investigaciones a fondo —según la fórmula bien conocida— para deslindar responsabilidades, caiga quien caiga. ¿Quién las conducirá? Pues los servidores públicos del Estado de México que, a su vez, muy probablemente pondrán el mayor interés en salvaguardar el prestigio lastimado de los gobiernos de aquella entidad, por encima de los derechos de las víctimas de esos actos.

Sin embargo, de ser exactas las conversaciones filtradas que desataron este nuevo escándalo de corrupción, esas víctimas seguirán pagando las cuotas pactadas para engrosar las finanzas de la empresa tramposa; el sobrecosto de las obras seguirá medrando sobre el dinero otorgado a otros programas públicos que, con toda seguridad, serían mucho más útiles a la sociedad; y los procedimientos de licitación de obras y concesiones en aquella entidad seguirán sucediendo sin haberles modificado una coma. La operación de control de daños políticos habrá cumplido quizás sus propósitos, pero el agravio causado a la sociedad quedará intacto. En el sistema que todavía está vigente —mientras no concluya el diseño y se ponga en marcha el Sistema Nacional Anticorrupción— las víctimas de ese despojo aún no tenemos a quién recurrir, mientras que los victimarios tienen todos los medios para protegerse unos a otros. Palo dado, ni Dios lo quita.

Investigador del CIDE

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