Esa mañana, como en tantas otras mañanas del último mes, dio varias entrevistas, con su primer cerebro, el del demócrata.

Se sintió joven y limpio, en la cabina de radio, al contestar las duras preguntas que los conductores, universitarios como él, le hicieron sobre el buen gobierno que realizaría en el Estado de México.

Extendería las carreteras y crearía tréboles de asfalto. Resolvería la atroz criminalidad. Convertiría a los policías, los principales criminales, en honestos y eficaces. Acabaría con los feminicidios, esa plaga oprobiosa. Aliviaría la tremenda pobreza.

Él sabía cómo hacerlo.

—¿Y cómo te explicas, Alfredo —le preguntó una conductora—, cómo te explicas que en el Edomex, tanto y tanto haga falta todavía?, ¿tienes alguna crítica a tus tíos, tu abuelo y tu padre, a tus primos, que han gobernado el estado 94 años?

Era la ocasión número 108 en que se lo preguntaban y por ocasión número 108 apretó el cejo y respondió:

—Se ha hecho muchísimo en esos 94 años, pero —y acá la voz se le volvió grave, trascendente— hay que reconocerlo, nos falta solucionar algunos detalles.

A mediodía, como en cada mediodía, se transformó en el príncipe Alfredo del Mazo III, el heredero de la Familia que había reinado sobre el Reino del Edomex por derecho divino, desde que un águila se posó sobre la cabeza de su abuelo, y le picó con saña la oreja, y la dejó sangrando, lo que la leyenda interpretaba como una transferencia de poderes entre el ave majestuosa, reina de las aves de los aires, y la sangre de la estirpe.

Al bajar de la camioneta blindada y negra, al tiempo que sus 35 guaruras bajaban de otras 6 camionetas blindadas y negras, más erguido y más alto, en su chaleco rojo, dentro del cráneo el cerebro se le reconfiguró: cambió sus sinapsis, los lóbulos se le reacomodaron en la caja de hueso, y cuando subió al templete y recibió la ovación del pueblo pobre y bueno y entusiasta, la piel verídicamente le resplandecía y emanaba un aura plateada.

“Ah, el pueblo”, pensó por dentro, al hablar micrófono en mano por fuera, “el pueblo siempre pobre, siempre bueno, siempre entusiasta, siempre ahí debajo de algún templete de algún poblado, siempre expresándose a coro en inocentes porras, siempre las mismas, nacidas de la Oficina del Ingenio Popular del PRI”.

—Alfredo, del Mazo, eres un tipazo.

—Alfredo, el güero, te quiero en mi agujero.

Su alma de príncipe poeta henchida por el amor de su pueblo, siguió trazando con la voz los contornos del extenso futuro, ese maravilloso territorio siempre por venir, el futuro.

—Convertiremos a Toluca en un centro de computación de nivel mundial —prometió de pronto, y él mismo tembló de emoción por la promesa.

—Convertiremos a Naucalpan en Milán —se emocionó a sí mismo.

Todo cabía en el futuro. El territorio de la imaginación pura. La utopía: el lugar sin sitio.

A medianoche, como cada noche, le abrió la puerta de la torre de su palacio al Oficial Mayor de Tranzas de la Familia priísta. El mediador entre su cerebro demócrata y su cerebro autócrata.

Un tipo oscuro, de pelo y piel aceitosas, de traje negro y corbata roja, que fue a sentarse en uno de los sofás de cuero rojo Roche Bobois, sin pedirle permiso ni inclinarse en una reverencia, así fuera una reverencia diminuta, una levísima inclinación de cabeza al menos, y ya sentado, con las rodillas separadas, le habló en secreto, y en el idioma que Alfredo III más detestaba, el cabroñol.

—Al chile, cabrón —le dijo el Jefe de Tranzas. —¿Te gustaron los acarreados de hoy?

Lo detestaba, Alfredo III. Pero a la vista del Oficial de Tranzas, su cerebro se reconfiguró otra vez, sus conexiones movieron sus sinapsis, y la forma de sus lóbulos se transformaron en su tercer cerebro. El cerebro mafioso.

—Potables, cabrón —se oyó responder. —Hay que pulir tantito las porras. Y tú, ¿qué onda, cabrón?

El hombre de las tranzas le hizo el recuento del día. Los tinacos, cerdos, ovejas, burros, calentadores, computadoras, televisiones, sacos de cemento, sacos de arroz, sacos de harina, que se habían distribuido, a cambio de las credenciales de elector de los beneficiados.

—Necesitamos más billetes, cabrón, la gente está exigiendo puro billete limpio por la credencial —le dijo el tipejo. —Ya se creen todos neoliberales los pobres cabrones.

—Pero a ver, cabrón —dijo Del Mazo —explícame cómo será la tranza el mero día de la elección.

—Órale, la desconfianza qué bronca, Martillo —le dijo el Tranza, abarrocando el lenguaje de eufemismos que era el idioma cabroñol, ese idioma para decir escondiendo, para decir sin decir lo indecible, y usando su apodo en el mismo: El Martillo.

—Mañana, Martillito —prometió el Tranza.

—¿Mañana, qué, cabrón? Explícate —se enojo El Martillo.

—Mañana te traigo el croquis de las operaciones de la Operación para que ya no mames.

—Llevas un mes con que la traes, y no la traes, cabrón. Y llevas 33 mil millones de pesos gastados, sin darme una sola puta factura de nada, y yo sigo en el 24% de la intención de voto, exactamente la misma cifra que un día antes de empezar la campaña. ¿No te parece eso un problema?

—Tons le paramos —lo amenazó susurrando el Mayor de Tranzas. —Y que decida de a de veras el pueblo.

Alfredo El Martillo respondió:

—Sígueme güey.

Bajaron al sótano del palacio, y cuando El Martillo pulsó el interruptor de la luz eléctrica, ahí estaban las pacas de billetes, llenando la cancha de basquetbol.

—Puta madre, pareces El Chapo —le dijo el Mayor Trácala del Reino.

Y se rió con esa risa soez, de cantina a las 4 de la mañana.

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