Trece antiguos reyes del reino del Edomex se lo soplaron en un sueño en el cuenco de la oreja al príncipe Alfredo: las palabras mágicas de la trasmisión del poder:

—Por el PRI. Para el PRI. Con el PRI. Y lo que sobre, todo para ti.

Ayudaba que los 13 antiguos reyes eran parentela suya: su abuelo, su padre, su tíos, sus primos, su primo putativo, su primo de octava generación —su imagen en el sueño un poco deslavada por ser de octava generación.

Además, se lo aseguraban los próximos monarcas del reino, en los mítines en que lo abrazaban y se lo suspiraban en el cuenco de la oreja:

—Tú ascenderás al trono, Alfredo, y si no, toda la estirpe se perderá.

Parecía un ascenso cantado por el destino, el trámite de unas elecciones previas había sido durante un siglo una mera representación teatral, ocasión para repletar al reino de narraciones de un porvenir fantástico, cientos de miles de sudorosos apretones de manos y cielos moteados por la pirotecnia, hasta que se manifestó un ave de mal agüero. Una contendiente que era el reverso exacto del príncipe.

Si él era pálido y de pelo plateado, elegante como una versión de cine de un rey borbón, ella era baja de estatura, no espigada, y morena.

Si él hablaba el lenguaje de la alta burocracia, un lenguaje adquirido en sus años de alcalde de la provincia más rica del reino, la altiva Huixquilucan, ella, a pesar de haber sido alcaldesa de la humilde Texcoco, o tal vez por eso mismo, hablaba en un lenguaje titubeante y a menudo truncado.

Si él era hijo y nieto de reyes, ella era hija de un albañil y de una madre ama de casa y analfabeta, a quien ella misma enseñó, recién graduada de maestra de primaria, los milagros del alfabeto.

—¿Por qué estoy perdiendo en las encuestas? —se preguntó una noche llena de relámpagos el pálido príncipe, tendido en la cama de la torre más alta de su palacio.

—¿Qué no estoy viendo? —dijo en pie y caminando el espacio circular de su tormento.

—Pues no sé —dijo, otra vez en la cama.

Se lo respondió el sueño.

O más bien, le respondió otra cosa, pero aún más útil. Los 13 antiguos reyes se le aparecieron esta vez en la sala del trono y le anunciaron:

—Enviaremos tres oscuras dagas contra la morena intrusa. Las tres rápidas, filosas y envenenadas. Si con eso no ganas, Alfredo III, pues ni cómo ayudarte.

—¿Cuáles serán las dagas? —preguntó el príncipe, pero sus palabras lo despertaron a sí mismo.

Ese día, voló la primera daga y se clavó en un grueso bambú de la reja de bambús de un balneario de Guatemala. El rey prófugo y risueño de un reino vecino, el Reino de la Veracruz, de la misma Familia Priísta que Alfredo, fue capturado ahí por la Interpol.

—¡Bravo! —se alegró Alfredo, sentado en el sillón de cuero rojo de su torre. —Eso prueba que los priístas sabemos, y podemos, hacer justicia, aún entre los nuestros.

La fotografía del periódico de Javier II, tumbado en el piso de la camioneta de la policía, las manos esposadas a la espalda, el quinto botón de la camisa a cuadros desabotonado, para dejar ver su panza de filibustero, la rara sonrisa de desquiciado, lo llenó de esperanza.

Dos días después, en el debate con los otros contendientes por el trono del reino del Edomex, el sabor del triunfo se le endulzó más en las encías, cuando la maestra Delfina dijo, aludiendo a la captura:

—Ps están haciendo de pronto muchas cosas, porque a nosotros nos está yendo súper requete bien.

“Súper requete bien”, pensó extasiado el príncipe Alfredo, y en su asiento del debate sonrió mostrando toda la dentadura blanquísima. La daga se le había hundido un poco más a la maestra Delfina: al hablar en idioma naco, se había descalificado para las altas responsabilidades del gobierno.

Por eso el príncipe se admiró cuando esa media noche le informaron que la frase se había vuelto viral en las redes, pero a beneficio de la maestra: de hecho, se había vuelto su lema de campaña.

Nos irá #superrequetebien con Delfina.

—No está padre —resopló Alfredo, en su sillón de cuero rojo Roche Bovois. —Me cae que it´s not cool, la maestrita está usando armas populistas.

La segunda daga voló en la madrugada siguiente cortando el silencio con un silbo, y fue a clavarse en la puerta de madera de la alcaldía de Texcoco. Se publicó en los periódicos que siendo alcaldesa de la provincia de Texcoco, la maestra había pedido a sus burócratas un diezmo, y al final de su gobierno se había auto asignado un premio de 440 mil pesos.

—Salió chata la segunda daga —se quejó Alfredo al aire, donde sabía que persistían los fantasmas de los reyes de su estirpe.

“¡440 mil miserables pesos”, pensó, “comparados con 100 mil millones que hurtó el primo bastardo Javier II, rey de Veracruz! ¡Comparados con los 170 mil que yo mismo giré para la Familia Priísta, cuando dirigí el Banco de Obras Públicas! ¡Comparados con los 13 millones que yo mismo declaré en mi declaración patrimonial como una donación de donador anónimo!”.

En su camioneta Mercedes Benz, el periódico extendido con sus dos manos, el príncipe asintió al leer las declaraciones al respecto de la maestra Delfina.

—Ps sí, me lo auto asigné —reconocía la maestra—. Pero ps no es tanto dinero y no era ilegal. Además, el diezmo lo dieron por propia voluntad los empleados de gobierno. Todos me pidieron: Delfina, ¿por favor, nos quitas un diezmo de nuestros salarios?

—Ya se espantó la acusación, la maestrita —dijo en voz alta Alfredo. —Se la espantó como la diminuta mosca que fue la segunda daga.

Otra vez se equivocó en sus predicciones.

Las encuestas de los siguientes días reflejaron la repentina decepción de los lectores con la maestra Delfina, y ella y el príncipe empataron en sus preferencias.

—Dejen caer ya la tercera daga —rogó Alfredo III a su estirpe de reyes en el sueño de aquella noche.

—Tranquilo —le contestaron los 13 reyes a coro. Y agregaron, con una vulgaridad que sobresaltó al mismo soñador: —La tercera daga es un chile que le embonará hasta el fondo.

Desde luego, Alfredo III no era el único que esperaba la tercera daga.

La maestra Delfina, sentada en el sofá forrado de tela azul de la sala de su casa, en la provincia de Texcoco, pensaba arduamente, no solo en cuál sería el siguiente golpe que se le vendría encima, sino en por qué el anterior la había dañado tanto.

¿De verdad 440 mil pesos que se regaló a sí misma era mucho en comparación con los miles de cientos de miles de millones hurtados por la Familia Priísta durante casi un siglo de gobierno en el reino del Edomex?

—No es justo —murmuró, y se movió al pequeño comedor de su casa, la misma modesta casa, valuada en 260 mil pesos, que ocupó antes de ingresar a las labores políticas.

Se sentó a la mesa cubierta con un mantel blanco y sencillo. Tomó el asa de la jarra de cristal con agua de jamaica, la empinó sobre un vaso, y mientras lo llenaba, volvió a preguntarse por qué a ella la habían castigado los mexiquenses por una falta relativamente tan pequeña.

El agua de jamaica, al desbordarse del vaso, la regresó a la realidad. Rápido se alzó para ir a la cocina por una servilleta, pero se volvió a sentar, y observó a la mancha roja esparcirse por el mantel.

“Si el mantel estuviera ya manchado”, pensó, “si estuviera salpicado con miles de manchas, no se notaría mi mancha”.

Pero su mancha roja, no mayor que un palmo, era la única mancha en toda la superficie blanca, y por eso era tan aparatosa.

“Y por eso” pensó la maestra Delfina, “es imperdonable. No puedes prometer decencia y justicia, y ser tantito indecente.”

—Debo aprender lo que luego puedo enseñar. Debo aprender y luego enseñar a los demás, cómo, aún en un reino donde nunca ha regido la justicia, se vence a la mentira y al robo.

Lo dijo en voz alta, en el centro de su soledad, la maestra Delfina, mientras la tercera daga de los 13 reyes corruptos ya viajaba rápida y brillante por la noche.

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