Que viene para acá su tío Arturo, patrón, para ayudarle en su campaña.

Se lo dijo uno de sus guardaespaldas al candidato de la Familia al reino del Edomex, Alfredo III, y al candidato se le doblaron las rodillas.

—Joder —dijo—, dile inmediatamente que no venga. Díselo gentilmente, por favor.

—Sí, ese que está llegando es él —le dijo el chofer de la limusina negra, señalando por la ventanilla un avioncito en el cielo azul—. Reconozco el jet de mi ex patrón.

—Acelérale —ordenó angustiado Alfredo III.

La Familia había turnado a sus miembros en el trono del reino, durante 91 años. En su turno, Arturo I lo había saqueado, había comprado 4 castillos en Europa, 3 mansiones en Norteamérica, una esposa francesa, que un día vio paseando por el zócalo de Toluca, y había abierto cuentas de banco por el planeta como se abren las palomitas de maíz al calentarse, en desorden y numerosamente. Pero su pecado era otro. Después de todo era el privilegio de cada rey vaciar las arcas, para rellenarlas estaban los hacendosos súbditos mexiquenses. Su pecado era que había sido exhibido públicamente como ladrón.

El jet detuvo su carrera en la pista, y por su portezuela recién abierta apareció el famoso pillo, feliz e impecable, el pelo cano, la tez dorada por el sol, los lentes negros, el traje Armani de 15 mil dólares, el reloj de oro que valía lo que 33 casitas de obrero.

Pero el pecado de la mala fama local, no había sido el mayor del tío, el mayor pecado que sucedió apenas a continuación. Arturo I se había encerrado en su mansión de Toluca, a beber licores fuertes, a caminar de uno a otro de los 33 salones consecutivos, cada cual encerrado en una penumbra lúgubre de cortinas cerradas, y a gritarle órdenes a los sirvientes o los secretarios que encontrara al paso, o a su segunda esposa, la francesa, o a sus 3 niños.

Una tarde, o tal fue una madrugada, al tío ya se le trastocaban los tiempos del tiempo, cayó en la cuenta de que hacía 2 semanas que no se topaba con su mujer o sus 3 hijos, o tal vez eran ya 2 meses, y una mucama coronada con una corona de encajes le informó, sobándose las manos por el miedo a su reacción, que se habían escapado hacía medio año, y que eran 2 hijos, no 3.

Tío y sobrino se abrazaron y se palmearon las espaldas.

—Pues acá me tienes, sobrinito, para hablar de tus virtudes al pueblo —le dijo al oído.

La mucama se había espantado en vano, sus noticias le regalaron a la vida del tío un nuevo sentido, salió de la mansión a perseguir a su mujer por toda Europa, la localizó en París, instalada en un departamento con un novio, que para mayor vergüenza era de su propiedad, el departamento, no el novio, le plantó 2 nanas, espías tan sigilosas como serviciales, bajo el pretexto de que sus herederos debían practicar el español y el don de mandar a sus inferiores, por fin secuestró a los niños, y el borlote que se armó e involucró a la policía y la prensa internacionales, lo volvió sencilla y mundialmente impresentable.

—¿Cuántos mítines haremos hoy? —preguntó entusiasmado el tío en la limusina, palmeándole al pálido Alfredo III la rodilla—. Verás qué precioso será mi reencuentro con el pueblo mexiquense. Con tal que me extrañen la mitad de lo que los extraño yo, será apoteótico.

Sacó del interior de su saco una anforita de plata.

—Para abrir el corazón y limpiar la garganta —anunció, y tomó un sorbo tan largo como el contenido de coñac del envase.

—Escuche, tío —murmuró el sobrino. —No vamos a ningún mitin. Lo estoy llevando ante un juez.

Alfredo III debió haber dicho: ante otro juez. Y es que hacía tiempo, en el reinado de su primo Enrique I, un juez ya lo había juzgado, en un juicio que nunca ocurrió, y lo había exonerado de todas las culpas, que nadie jamás enlistó, y a cambio el tío había aceptado vivir en el extranjero.

—Ah qué gracioso eres —dijo el tío, el rostro congestionado, ya sea por la noticia de que se dirigían al juzgado o por el golpe del alcohol en la sangre.

—Entiéndalo tío —alzó la voz Alfredo III —, acá la gente ya es otra, la gente ya tiene más educación y por primera vez en la historia del reino, las elecciones no son un puro trámite simbólico, ésta vez hay una candidata que nos está pisando los talones. Le dije que no viniera, y si ya vino, pues yo elijo si lo llevo a un mitin o a un juzgado.

—Pepe —se adelantó en el asiento el tío Arturo para hablarle al que había sido su chofer, y que se llamaba Ricardo, no Pepe.

—Pepe mi amor, para la nave —le dijo el tío Arturo con la voz pastosa que estila la embriaguez.

La limusina se detuvo en la línea recta de la carretera bordeada de tierra seca de un lado y otro. Y el tío Arturo salió al aire libre.

—Dame un bat, Pepito —le dijo a Ricardo, el chofer, mientras 6 guardaespaldas emergían de la camioneta que se había estacionado a unos metros.

El chofer sacó de la cajuela el bat y se lo dio, y el tío, de un formidable batazo, rompió el cristal ahumado tras el cuál el sobrino gritó, antes de salir, el último, al aire libre, la cara descompuesta por el terror, el pelo salpicado de pedazos de vidrio.

—No es de machos acudir a las instituciones —dijo el tío, tanto al sobrino como a los guardaespaldas. —Los hombres solucionamos las cosas cara a cara. Acudir a la Justicia es de maricones.

Y de otro batazo, rompió el parabrisas ahumado. De otro batazo, hundió el cofre. De otro batazo iba a batear lejos la cabeza del sobrino, pero Alfredo III cayó de rodillas para esquivar el bat.

—Llévame a un juez y despepito contra la Familia entera —dijo muy tranquilo y muy ebrio el tío Arturo I, a su sobrino hincado ante él. —Contra todo el linaje de tíos y primos y ahijados y nietos e hijos putativos. Tú eliges, Alfredito, el juez o el mitin. La Justicia o el Pueblo.

—Está loco, tío —dijo Alfredo III, y alzó la cabeza para ver al tío. —¿De veras cree que la gente lo va a recibir con aplausos?

—Te concedo que tal vez no me aplaudirán, pero al menos me tendrán respeto y cuidarán las formas, por miedo.

—¿Por miedo a usted?

—Nombre. ¿Yo qué puedo ya? Por miedo a romper la paz. Por miedo a empezar una guerra. ¿Y sabes por qué los ciudadanos de a pie siempre se ocupan de sostener la paz, sobrinito?

—¿Por qué tío?

—Porque nosotros nunca.

El tío Arturo I alzó ambos brazos en señal de triunfo al acercarse al micrófono. El millar de personas abajo del templete, no aplaudía, no gritaba, no celebraba pero tampoco vituperaba, quieta y silenciosa solo sostenía el respeto y la paz.

—Pueblo mío —empezó el tío Arturo I al micrófono—, ¿qué sería de mí sin ustedes?

Un jitomate se le estrelló en el rostro.

Luego siguió el resto de la ensalada. Lechugas, limones, pencas de rábanos, jícamas, nabos.

Esa noche la Familia se sentó a una mesa ovalada, 13 ex gobernantes vivos, las momias de 2 fenecidos y el candidato al trono Alfredo III, para discutir qué harían ante esta nueva y extraña circunstancia. Unos súbditos que ya no se responsabilizaban de la paz del reino.

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