El poder en su estado más bruto, en su dimensión más nítida, puede ser observado dentro de las cárceles. Ahí las sociedades se muestran tal cual son, sin ambigüedades ni hipocresías; la verdad se exhibe despojada de vestido y máscara; cada perfil es exacto, el económico y también el simbólico.

En una prisión no hay gesto que pueda esconder lo absurdo, lo ridículo, lo falso, ni lo arbitrario. La distancia entre la verdad jurídica y cualquier otra verdad es inocultable.

Si el poder del Estado es parodia, en la cárcel esa circunstancia no puede esconderse.

Por ello es un error suponer que el reclusorio es el último tramo de la justicia penal. No es el vagón trasero, sino la locomotora. Mientras la crujía esté sometida al gobierno del capo mayor, lo estará una buena parte de la sociedad.

Si la corrupción lo determina todo dentro de esos altos muros, igual lo hará fuera de su perímetro. Mientras la impunidad sea reina al interior de las celdas, su manto asfixiante podrá extenderse sobre el resto de los mortales.

La situación desastrosa en la que se encuentra el sistema penitenciario mexicano es evidencia del territorio devastado que todavía significa nuestra justicia penal.

Si los gobernantes y los fiscales, si los jueces y los magistrados, si los medios y la sociedad prestáramos mayor atención al sistema carcelario — si no apartáramos con asco o indiferencia nuestra mirada de ahí— México tendría menos dolores de cabeza.

La fuga de Joaquín Guzmán Loera trae varias lecciones, pero de todas, ésta parece ser la principal: hace solo cinco meses el multicitado personaje, junto con otros 137 compañeros, informó públicamente que el Penal del Altiplano estaba en venta a favor del mejor postor. Pero nadie relevante prestó atención.

En un documento redactado a mano, sobre once páginas rayadas de un cuaderno escolar, los reclusos presentaron una queja ante la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), en cuya argumentación se exponía sin ambages la vulnerabilidad del centro penitenciario; vulnerabilidad que iba a ser aprovechada por quien poseyera el mayor poder corruptor.

La queja advierte, entre otras cosas, que dicha penitenciaría sufre hacinamiento, insalubridad, alimentación precaria, servicio médico insuficiente, colchones malolientes y acoso sexual en contra de las personas visitantes.

También infiere que quien tenga dinero para pagar se libra de esas maldiciones: cuenta con una celda privilegiada, con atención médica de primera, con doble ración y visita íntima en zona de lujo.

El texto señala como el principal factor de corrupción a Librado Carmona García, entonces director técnico del centro de readaptación, un hombre a quien se califica como intocable y cuyo gobierno carcelario se basaba en la extorsión que proporciona fuertes cantidades de dinero.

Hoy cabe preguntarse si alguien en la subsecretaría de Seguridad Pública o en la Secretaría de Gobernación leyó este documento. Si alguien comprendió el subtexto obvio de los razonamientos: el penal del Altiplano estaba en proceso de subasta.

Por negligencia o complicidad, por pereza o impericia, por estupidez o ingenuidad —por todo junto— las autoridades responsables dieron la espalda a la principal pieza de información, a la alerta evidente que Guzmán Loera entregó varios meses antes de esfumarse.

Así como este criminal en su momento lanzó un mensaje potente, su fuga lo hace ahora con respecto al estado que exhibe el sistema carcelario mexicano y éste, a su vez, nos enfrenta otra vez a la corrupción que acosa a la sociedad mexicana y a nuestro muy maltrecho sistema de justicia.

ZOOM: Si en vez de obsesionarse con las cifras de homicidio la autoridad se dedicara a observar con lupa la realidad carcelaria, contaría con mayor inteligencia para combatir la violencia mexicana.

@ricardomraphael

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