Una amiga me dijo: “Si te gustan los cuentos de Carver te gustará Lucia Berlin”. No había escuchado hablar de ella. En cuanto pude me compré uno de sus libros en inglés, el idioma original, una edición reciente de quién, luego sabría, se ha vuelto autora de culto a más de 10 años de su muerte y se le puede encontrar en traducciones. No me gusta empezar por leer prólogos y antesalas, quise entrar en el cuerpo de sus ficciones sin andadera. Como una lectora desprevenida. Tenía razón mi amiga, Lucia Berlin me ha deslumbrado. Tal vez esa no sea la palabra. Me ha raspado. Su voz y su mirada son compañía que aceitan mi asombro. Algunos de sus cuentos son ya piezas memorables conforme recorro la selección de cuentos de A Manual for Cleaning Women. Recupero la sensación de descubrimiento, de pisar tierra por primera vez en un mundo de palabras que hago mío. La niña expulsada del internado por un gesto de violencia mal colocada, la adolescente cuyo abuelo dentista la obliga a sacarle todos los dientes para estrenar esa dentadura postiza en la que él es experto, la maravilla de miradas que intercambian el indio y la protagonista en una lavandería. Los ambientes, las palabras justas, la emoción delatada por acciones, la sinceridad de los personajes, las fragilidades que nos hermanan, el cable desnudo de lo que somos (como la afanadora que viaja en autobús y entre parada y parada hace el recuento de sus experiencias limpiando casas de personajes que extraña, mujeres viejas y solas, que así como la contratan la despachan), la mezcla con el español, el oído fino, poético, musical como el marido jazzista, uno de varios, todos ocupados en el arte (Lucia no era una mujer convencional, como lo delatan sus cuentos y sus maridos).

Lucia Berlin empezó a publicar en los años 60, cuento, primero en revistas, luego en editoriales pequeñas, pocos ejemplares vendidos. Las fotos revelan a una mujer muy guapa. Nació en Alaska en 1936, murió en Los Ángeles en 2004, a los 68 años, bajo el cuidado de uno de sus hijos, tuvo cuatro y prácticamente los mantuvo ella con un sinnúmero de empleos: afanadora, enfermera, recepcionista, hasta que tuvo una plaza de profesora invitada en la Universidad de Colorado. Justo cuando su vida, con problemas de alcoholismo, se nivelaba, el cáncer en los pulmones la cortó de tajo. Mucho de su experiencia personal, con una infancia errabunda, pues su padre trabajaba en las minas, desde Alaska donde nació, varios estados americanos, Texas (al cuidado de sus abuelos), Chile y México, está en lo que escribe (¿qué autor no está en lo que escribe de manera más o menos evidente?). Su hijo se confundía con lo que de verdad había ocurrido cuando leía los cuentos de su madre. Lucia lo confortaba: lo que importa es el cuento. Claro, es ese poder de decir lo indecible, de estrujar con sutileza, a la manera de Chejov (de quien aprecia su legado como médico y escritor: la objetividad y compasión) y de Carver (con quien reconoce afinidades, marcas de vida).

Lydia Davis, otra cuentista contemporánea imprescindible, es quien acerca a Lucia Berlin a los lectores de este tiempo. Ella reconoció la singularidad de su mirada y su prosa cuando la leyó a principios de los 80. A veces se precisa la pasión de un lector para dar nueva vida a quien lo merece. Lo mismo hizo Bukowski con John Fante: poner la mesa para los lectores del siglo XXI. Lydia Davis afirma que siempre ha tenido fe en que “los mejores escritores se elevarán, como la crema, tarde o temprano, y pronto serán reconocidos como debería ser —su trabajo comentado, citado, enseñado, actuado, filmado, musicalizado, antologado.” Eso es lo que está ocurriendo con Berlin.

Complicidades, cadenas, intimidades lectoras, gabinete de descubrimientos, lecturas que amueblan nuestras emociones y asombros. Lecturas que llevan a otras lecturas. Si alguna vez se dijo de Berlin que era una escritora de escritores (tal vez por la referencia que hace de manera absolutamente natural a los escritores de su tradición —persianas de la época de Herman Melville—, por lo silencioso de su centro), el lector común (ninguno lo es) sólo necesita de una disposición para entrar en los mundos cotidianos, donde el humor y el dolor conviven, a los que nos acerca Lucia Berlin. De su lectura no se sale inerme, a Lucia se le lee con la cabeza y con el cuerpo. Y eso es lo mejor que podemos pedir a los libros.

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