El amargo proceso electoral de Estados Unidos ha dejado muchas lecciones. La más importante es darse cuenta de que México, guste o no, es un asunto interno y electoral en ese país. Tiene razón Genaro Lozano al sugerir que Enrique Peña Nieto se adelantó a su tiempo al invitar a México a Donald Trump: en el futuro, por interés electoral, los candidatos se invitarán solos. El saldo para México de la elección es, en general, negativo, pero potencialmente un punto de quiebre si el voto latino resulta definitorio la semana que entra.

Es natural que las campañas se distingan por su hipérbole y exageración. No obstante, éstas llegaron más lejos ya que ambos candidatos, pero sobre todo el republicano, permanecieron en las posiciones radicales típicas de las primarias durante el proceso general. Es de esperarse que en esa fase los candidatos se posicionen en puntos más extremos del espectro político para apelar al voto del subconjunto de personas que participan en ellas. El elector típico de las primarias se encuentra más a la izquierda (en el caso demócrata) o más a la derecha (en el republicano) que el ciudadano que sólo vota en la elección general. Por eso se anticipa que los candidatos moderen el discurso una vez terminadas las convenciones con el objetivo de ganar el centro político.

Esta vez fue distinto: en los tres debates presidenciales se tenía la impresión de que los candidatos seguían apelando al voto duro para consolidar su base. Trump continuó azuzando los temores del votante blanco mayor en los ámbitos económicos, sociales y de seguridad y haciendo de los ataques al comercio internacional uno de los pilares de su estrategia. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte ha sido en los últimos 25 años tema sólo en las primarias, ahora lo es hasta el final. Por su parte, Hillary Clinton ha subrayado hasta ahora sus criterios de selección para candidatos a la Suprema Corte, aunque eso dificulte que indecisos o republicanos que aborrecen a Trump se inclinen por ella.

Este vacío en el centro del espectro hace que el resultado sea más difícil de predecir y que la tasa de participación de los votos duros sea clave. Trump sólo puede ganar si la abrumadora mayoría de los hombres blancos (arriba del 75%) sufraga a su favor, mientras que Clinton sólo puede perder si afroamericanos, latinos y jóvenes optan por abstenerse en una elección entre negativos.

En este contexto, la presencia de México como tema ha sido una constante y con una exposición más que proporcional a su propia importancia. Ojalá fueran ciertas las afirmaciones de Donald Trump en el sentido de que toda la base industrial del medio oeste de Estados Unidos se ha venido a México. ¡No cabría! Ni física, ni económicamente. El candidato republicano sobreestima a México: en su tamaño (la economía mexicana no tiene la suficiente dimensión para afectar la tasa de desempleo de Estados Unidos), su competitividad (insiste en que las empresas de su país no pueden competir con las de aquí), su dinamismo (ojalá se creciera tan rápido como él cree), su atractivo (sería extraordinario que se construyeran en México tantas plantas como asevera), su capacidad negociadora (ha calificado a los negociadores mexicanos en materia de comercio exterior como los mejores; no se puede equivocar en todo), su impacto de largo plazo (se infiere de su discurso que los problemas del rust belt, son producto del comercio con México, cuando esta expresión de la decadencia económica de la industria del acero antecede con mucho al TLCAN y al crecimiento del comercio bilateral).

No pocos analistas y funcionarios públicos piensan que el daño de la campaña electoral a México ya está hecho y es profundo. Es posible que así sea, como es claro que el gobierno del presidente Peña Nieto sí quedó dañado con el equipo de la señora Clinton por la invitación anticipada. Sin embargo, el efecto más perdurable de la fuerte presencia mediática y electoral de México en el ciudadano de Estados Unidos no es sólo que el país les es negativo, sino que les es importante, aunque no quede del todo claro por qué. En su subconsciente, quizá empiecen a preguntarse por qué este país que siempre han escogido ignorar aparece con tanta frecuencia en los debates. ¿Qué tendrán México y los mexicanos que ver como mi vida cotidiana para que sean temas de relevancia nacional y afecten el curso de una elección presidencial? ¿Por qué juega este país irrelevante un papel que no lo es, en nuestras discusiones domésticas? ¿Tienen derecho los electores latinos a decidir quién debe ser el hombre o mujer ‘más poderoso del planeta’? ¿Por qué un inmigrante campesino de Oaxaca podría ser el fiel de la balanza para decidir la suerte del colegio electoral en un estado en disputa como Ohio?

Por supuesto, no son claras las consecuencias de la hipérbole electoral en la percepción del ciudadano promedio estadounidense respecto a México. Con el tiempo se irá viendo si la creciente importancia de lo mexicano termina mejorando o lastimando su imagen. En parte dependerá de cómo reaccionen ante esto los propios mexicanos allá y acá.

Una manera incorrecta y contraproducente de hacerlo sería seguir subestimando la dimensión e importancia de los mexicanos. Si bien Trump exagera el tamaño e impacto de México como retórica electoral, nosotros tendemos a minimizar nuestra influencia. No hace mucho, la economía mexicana era, para Estados Unidos, una especie de error de redondeo en sus cifras de cuentas nacionales. Ya no; México importa en el comportamiento económico de un creciente número de sus estados, es clave para su competitividad mundial de varios sectores y un mercado importantísimo para cientos de bienes y servicios.

México es el primer mercado del mundo para Texas, California, Arizona y Nuevo México. El segundo para 25 estados, incluidos todos los del medio oeste. Es el segundo mercado de Estados Unidos en el mundo, compra 16% de sus exportaciones y representa el 14% de sus importaciones, por lo que es más importante del lado de sus ventas que de sus compras. En el futuro próximo se habrá rebasado a Canadá y será el segundo socio comercial de Estados Unidos, no muy lejos de China.

En el ámbito del turismo la participación es igual o más importante. México recibe cerca de 25 millones de turistas estadounidenses (un porcentaje de ellos mexicanos) al tiempo que 17 millones de mexicanos visitan Estados Unidos cada año, en segundo lugar sólo detrás de Canadá. No tardarán en ser también los primeros.

El periodo postelectoral será muy complicado si gana Trump pero también difícil si Clinton. México no puede encarar el reto que implicará la relación bilateral subestimando su importancia, sin infraestructura del sector privado en Estados Unidos y sin una agenda mayoritariamente ofensiva. Esto incluye, como mínimo, la aprobación expedita del Acuerdo Transpacífico, así como un ambicioso programa de desarrollo para América Central en el campo de transporte, en todos sus modos, energético y laboral con el otorgamiento de decenas de miles de visas de trabajo para inmigrantes. Esperar a ver qué quiere el nuevo gobierno de Estados Unidos sería un error, México debe proponer y asumir la responsabilidad de su dimensión, sobreestimada allá, pero subestimada aquí.

@eledece

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