Tienen razón los ciudadanos en quejarse por el incremento del precio de la gasolina; no porque el aumento sea una mala idea, sino por el sentimiento de que el gobierno no hace un apropiado uso de los recursos públicos. Al tiempo que se anuncian elevados precios, el ciudadano se entera de sendos bonos para miembros del Congreso, del dispendio de gobernadores y presidentes municipales, del incumplimiento con los topes de gasto asignados por el Congreso y con los recortes anunciados por la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, de reducciones a programas de inversión. Y en un ambiente de mayor corrupción, menor seguridad y percibida ineficacia de los servicios públicos.

No obstante, no tienen razón los ciudadanos a oponerse al tránsito a un mercado de gasolinas y por tanto al incremento en el precio. Todo mexicano que ha salido al extranjero lo sabe: en el resto del mundo hay opciones para la compra de gasolinas y varias marcas que compiten entre ellas. En México no; por décadas los conductores han padecido el pobre servicio y calidad de las gasolinas de Pemex y sus franquiciatarios y en no pocas ocasiones el robo. Y a pesar de todo esto, se consideraría injusto no dar una buena propina.

En otras economías, la competencia asegura que haya más estaciones de gasolina, en buen estado, con baños limpios, que el consumidor pueda elegir el autodespacho y con la certeza de que los litros son de a litro. La mera sospecha de que una marca engañase al facturar litros incompletos ocasionaría que se optara por otra, sin necesidad de certificaciones, ni inspecciones de Profeco, ni campañas.

Pero las pérdidas no sólo son para el consumidor. Durante décadas, Pemex Refinación (ahora parte de Pemex Transformación Industrial) ha perdido decenas de miles de millones de dólares a pesar de ser un monopolio. Estas pérdidas han resultado de precios desligados a condiciones de mercado, de refinerías con excesos abrumadores de personal que cuestan una fortuna y disminuyen severamente la productividad, de privilegios sindicales en la construcción, operación y reparación de refinerías, de privilegios a transportistas de gasolina (no pocos política y sindicalmente conectados), del robo de gasolina, de la complicidad de franquiciatarios en la venta de gasolinas robadas. A estas pérdidas presupuestarias hay que añadir la evasión fiscal que genera esta ilegalidad.

Algunos han dicho que el incremento en el precio de las gasolinas no está relacionado con la reforma energética; esto es falso. Al contrario, el establecimiento de un mercado de energía, incluido el mercado de gasolina con competencia, es la reforma energética.

El tránsito de un régimen controlado a uno de mercado abierto es por naturaleza disruptivo y de difícil implementación. El primer problema es la definición del precio de salida en una situación en la que no hay todavía suficientes condiciones de competencia. Si se fija demasiado bajo para que no haya costo político, la competencia no se dará; nadie entraría. Si se fija un precio único, no se crean incentivos para que se invierta en la infraestructura de transporte y almacenamiento necesarios para una proveeduría competitiva en todos lados.

Una de las fallas históricas de Pemex ha sido la falta de inversión en ductos y almacenamiento a lo largo y ancho del país aunque esto implicara mermas y pérdidas enormes. Esta falla produjo la gran paradoja de que Pemex temiera a la demanda en vez de buscarla como cualquier otra empresa: ¡en lugar de esperar con entusiasmo la semana Santa y la Navidad para vender más gasolina, le causa pavor que lleguen demasiados consumidores!

El riesgo más alto es que, por razones políticas, el precio máximo sea demasiado bajo y Pemex quede como el único proveedor relevante. Si se quiere un mercado competido, la clave es evitar que el jugador dominante venda demasiado barato y permitir la diversidad regional de precios para contar con los incentivos de inversión necesarios y proveer competitivamente a todos los mercados. De hecho, en poco tiempo las autoridades deberían fijar un precio mínimo, no máximo, para las gasolinas de Pemex para que disminuya su participación de mercado y reduzca sus pérdidas.

Quizá el costo más importante del gasolinazo radique en que los operadores económicos en otros sectores lo tomen como banderazo de salida para incrementar precios que no han subido a pesar de la devaluación: ‘si el gobierno puede trasladar con su poder monopólico la devaluación a sus precios, yo también puedo’. La difícil tarea del Banco de México es ahora no validar incrementos en precios para prevenir que la inflación latente se actualice. El mejor antídoto es una revaluación del peso en los próximos meses que llevaría a una baja en los precios de gasolinas, que ahora es posible en un mercado libre. Si el peso se devalúa la gasolina costará más, pero si se revalúa, menos en pesos (habrá ajustes diarios a partir del 18 de febrero).

Tres factores pueden reducir el precio de la gasolina sin afectar la recaudación fiscal (inviable bajarla): el primero es que baje el precio internacional del petróleo y con él el de las gasolinas, pero México no tiene forma de influirlo. El segundo, y más importante para el establecimiento del mercado, es que disminuya el costo de logística. Para esto se requiere un precio inicial alto e importantes inversiones (que deben promover los gobiernos estatales en lugar de quejarse) y el uso eficiente de la infraestructura de Pemex. La Suprema Corte de Justicia de la Nación decidirá el 10 de enero si terceros pueden tener acceso a esta infraestructura; ojalá entiendan la importancia de su sentencia. El tercero e inmediato es la revaluación del peso.

Una buena parte del incremento en el precio de la gasolina se explica por la fuerte devaluación de 2016. Muchos analistas consideran que el peso real está subvaluado, lo que implica espacio para una revaluación y por tanto reducción del precio de la gasolina.

Ahora que la incertidumbre sobre Donald Trump deberá reducirse (ya se sabe que será presidente y se sabrá que su espacio para cambiar la relación con México es limitado) y que ya se conoce que la Reserva Federal subirá las tasas, el peso será menos usado como mecanismo de cobertura. Pero la posibilidad de una revaluación depende sobre todo de que los mercados crean en el programa presupuestario de la SHCP y se muestre una reducción en gasto y una disminución en el porcentaje de deuda sobre PIB.

También depende de dejar que el tipo de cambio fluctúe con una menor intervención. Es decir, si el Banco de México hace bien al no usar reservas internacionales para defender una cierta paridad, ni proveer liquidez, por simetría, a este nivel del tipo de cambio, si no acumulara reservas maximizaría las posibilidades de revaluación, aumentaría el costo de la especulación y serviría de ancla de expectativas de inflación.

En México nadie cree que el precio de la gasolina pueda bajar; nunca lo ha hecho. Su disminución por razones de mercado contribuiría a cambiar la opinión ciudadana sobre una medida impopular pero correcta. Su disminución por razones políticas sería catastrófica.

Si quiere usted que se perpetúe el status quo gasolinero, insista en revertir el aumento. Si prefiere apostar por un mercado competitivo y terminar con la sangría, apoye la implementación de las reformas estructurales. Si es empresario y está seguro de que está cara, invierta en gasolinas, haga un descuento y vuélvase rico. Si el gobierno quiere recuperar la credibilidad, que asegure la consolidación fiscal y maximice las posibilidades de una revaluación.

@eledece

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