Primero, aclaro que estoy a favor de varios puntos de los lineamientos presentados por el IFT en materia de derecho de audiencias, como el acceso de contenidos aptos para infantes, personas con discapacidad y la diferenciación entre publicidad e información. Esta columna no tiene la intención de hacerle comparsa a nadie y está escrita bajo la libertad total que siempre he gozado en EL UNIVERSAL, aunque sé que abundan los que ven la mano de los poderes fácticos hasta en la sopa.

Hace unos días platiqué en MVS Noticias con la titular de la Unidad de Medios del IFT, María Lizárraga, sobre un punto que me preocupa, como a muchos colegas, en dichos lineamientos, concretamente, la diferenciación entre opinión e información en un programa de radio o televisión de contenido noticioso. Considero que este punto, que puede llevar como sanción a la pérdida de hasta 3% de las ganancias anuales de la empresa que transmita el programa, vulnera gravemente la libertad de expresión y pone en una posición de franca ridiculez a los comunicadores y a su audiencia, que termina siendo considerada como incapaz de discernir entre uno u otro elemento. También soy audiencia y me repatina que me sobreprotejan, como si fuese un idiota influenciable.

Ayer, Carlos Loret de Mola fijaba en estas páginas un ejemplo de lo absurdo en la norma, sin embargo, tal vez la cosa podría ser peor, mucho peor. Mire usted el ejemplo hipótetico de esta cabeza de información que en sí misma mezcla información y opinión (y que países como Venezuela utilizarían para censurar o “suavizar” los hechos):

“Frustrada la alianza del PAN-PRD en Edomex”. Para ciertos grupos de poder disfrazados de “audiencias” cabría la posibilidad de sentirse “engañados” por la decisión del medio o del comunicador por utilizar el adjetivo calificativo “frustrada”, pues el diccionario la define como lo “que no ha conseguido ser lo que deseaba” y resulta que la totalidad de ambos partidos “no deseaba” necesariamente la alianza; el adjetivo, dirían, mezcla una carga editorializada de opinión, que podría denostar la imagen de los institutos políticos y terminarían, quizá, por recomendar una cabeza más neutral, más acorde a sus susceptibilidades y acusarían de tendencioso al comunicador.

¿Exagero?, no lo sé, puede que sí.

Sin embargo, de los comisionados encargados de aplicar la norma, y de sancionar, ninguno es periodista o comunicador, nadie entiende lo que representa comunicar todos los días frente a un micrófono o una cámara. Son, más bien, de la visión cuadrada, fría y plana de Derecho que dicta: dura lex, sed lex… Aunque la lex sea una reverenda tontería.

Ayer, en mi programa, llevé una campana que toqué cuando lo transmitido sería, a mi juicio, una opinión y me sentí casi tan ridículo como la norma del IFT. Casi.

Tal vez, como Trump, en el IFT quieren que construyamos una “verdad alterna”.

DE COLOFÓN.— “Si yo fuera Videgaray me hubiera regresado, fue una ofensa grande”, dijo un diplomático ayer.

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