El mundo entero lleva tanto tiempo considerando la posibilidad de la catástrofe que no hemos tenido tiempo de detenernos a pensar en el mejor escenario. Primero lo primero: aunque existe una posibilidad no menor de que Donald Trump consiga una sorpresa sin precedentes mañana, lo más probable sigue siendo que Hillary Clinton se imponga por un margen menor al de Barack Obama en el 2012 pero aún suficiente como para llegar a la Casa Blanca con un mandato claro. Con eso en mente, es hora de considerar que, si bien la victoria de Trump significaría el posible principio de una era triste y el triunfo del lado más oscuro de la identidad estadounidense (racista, xenófoba, resentida, aislacionista, intolerante), el triunfo de Clinton podría ser el primer paso de un viraje hacia la mejor versión de Estados Unidos. En cierto sentido, siempre y cuando pierda, Donald Trump podría convertirse en una bendición. Me explico.

Desde hace varios años, el Partido Republicano se ha ido alejando de la moderación y hasta de la cordura. Con tal de garantizarse el voto evangélico, por ejemplo, le ha dado la espalda al progreso científico. La oposición fanática a la investigación con células madre durante el gobierno de George W. Bush y la cerrazón ante los efectos y las causas del cambio climático son solo un par de botones de muestra. Lo mismo puede decirse de la batalla, de verdad aberrante, contra los derechos de los homosexuales o de las mujeres a decidir sobre su cuerpo. Ahora, con la llegada de Trump, el partido ha comenzado a coquetear con una franja aún más lunática y peligrosa: los supremacistas blancos. A eso habría que sumarle una profunda insensibilidad social dada la devoción republicana por proteger los intereses del famoso 1%. La combinación de fanatismo religioso y racial con la defensa sistemática de los más privilegiados es un coctel indeseable no solo para los que creemos en los valores progresistas, sino para cualquier sociedad que aprecie sus libertades.

La eventual derrota de Donald Trump sería un golpe a la línea de flotación de la intolerancia republicana. Ningún candidato en la historia del partido ha encarnado de mejor manera la virulencia del movimiento conservador estadounidense. En ese escenario, la derrota de Trump podría marcar el principio del fin de esta, la versión más nociva del Partido Republicano. Y subrayo la palabra principio porque la furia republicana tiene cuerda para años y el éxito de Trump seguramente le abrirá la puerta a futuros demagogos. Pero nada de eso borra una tercera derrota presidencial consecutiva ni sus consecuencias. No hay que olvidar que el único límite de la obcecación política es la derrota.

Más allá de consideraciones políticas, la elección tendría consecuencias eminentemente prácticas y duraderas. El siguiente presidente de Estados Unidos tendrá en sus manos no solo el rumbo de su gobierno por cuatro años sino, de manera crucial, la conformación de la Suprema Corte, faro ideológico del país. Durante décadas, la Corte se ha regido por los valores conservadores por el más estrecho de los márgenes (cinco magistrados contra cuatro). Algunos cálculos suponen que el próximo presidente estadounidense tendrá la oportunidad de nombrar dos nuevos miembros de la Corte, puestos que se prevé dejen libres dos de los magistrados de mayor edad. A eso hay que sumarle el asiento ya vacante tras la muerte del titán conservador Antonin Scalia. La historia de la vacante de Scalia es sintomática de lo que está en juego en la elección. En una muestra clara de desesperación e inadmisible sabotaje institucional, los republicanos se han negado a considerar al juez Merrick Garland, nominado por Barack Obama para sustituir a Scalia. Si Hillary Clinton llega a la presidencia, los republicanos en el Senado no tendrán otra salida más que completar la corte. No hacerlo sería un suicidio político. De confirmarse a Garland, la Corte se inclinaría hacia la corriente liberal por cinco a cuatro, garantizando, entre otras cosas, la permanencia de la sentencia Roe v. Wade, que protege el derecho de la mujer a interrumpir el embarazo, o las acciones ejecutivas de Barack Obama, que amparan los derechos de millones de indocumentados.

Hay, claro, un escenario todavía mejor para el martes. Los demócratas podrían ganar el Senado. De ser así, la presidenta Clinton no tendría que lidiar con la resistencia o potencial boicot republicano y podría nominar a jueces marcadamente liberales, modificando el rumbo jurídico de Estados Unidos por décadas. Insisto: para aquellos (millones) que defendemos los valores progresistas, el triunfo de Clinton podría alejar a Estados Unidos de la intolerancia y el fanatismo. De ser así, el ascenso de Donald Trump, tan aterrador durante tantos meses, podría convertirse en lo que en inglés se llama “a blessing in disguise”: no hay mal que por bien no venga; una bendición astutamente disfrazada.

Esperemos, pues, que mañana se impongan la razón, la virtud y hasta la luz. Lo que está en juego es tanto, tanto.

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