Unos días después de que Donald Trump sacudiera al planeta con la mayor sorpresa de la historia política estadounidense, el vicepresidente electo Mike Pence asistió a una función del musical Hamilton, en el teatro Richard Rodgers de Nueva York. Testigos cuentan que la mayoría del público abucheó a Pence, que respondió con admirable estoicismo y se sentó a ver las casi tres horas sobre la vida de Alexander Hamilton, uno de los padres fundadores del Estados Unidos moderno. Al final, el elenco del musical decidió aprovechar la presencia de Pence para enviar un mensaje al propio vicepresidente y a su jefe. En voz de uno de los actores, el reparto pidió a Donald Trump “proteger los valores estadounidenses” y gobernar “para todos nosotros”. Pence alcanzó a escuchar parte del mensaje y se retiró en silencio. Trump no reaccionó con tanto decoro. Desde su prolífica cuenta de Twitter, el presidente electo de Estados Unidos se lanzó contra el musical y exigió una disculpa. Algunos trumpistas sugirieron boicotear Hamilton, propuesta ridícula para una obra teatral con boletos agotados hasta agosto del 2017.

Más allá de la anécdota, la escaramuza entre los actores del musical y el nuevo poder ejecutivo en EU esconde una reflexión más profunda. La sociedad estadounidense se ha debatido siempre entre dos reacciones opuestas en cuanto a la presencia y el papel de los inmigrantes: el nativismo, que los excluye y mira con recelo, y la hospitalidad, que acepta no solo su influencia positiva en términos culturales y sociales sino la necesidad histórica que ha tenido EU de contar con inmigrantes dispuestos a trabajar e incluso a poblar el país. En 2016, el nativismo vio surgir a su voz más poderosa en la tétrica figura de Trump, protagonista de un etnonacionalismo vulgar pero eficaz, que no es otra cosa más que el nativismo estilo reality show.

Pero si Donald Trump ha sido el rostro del nativismo, el otro lado de la moneda pertenece, en la cultura popular de 2016, al musical Hamilton, tanto a su protagonista histórico como a su joven creador, un genio neoyorquino llamado Lin-Manuel Miranda, ambos ejemplos del Estados Unidos diverso, generoso e incluyente. Todo comienza, claro, con el entrañable personaje histórico que da nombre a la obra. La vida de Alexander Hamilton parece construida para refutar el prejuicio nativista. Nacido en el Caribe, Hamilton emigró a Estados Unidos siendo apenas un adolescente. Ahí se hizo de una educación y una vocación, profesional y militar. Astuto e inteligente, el joven Hamilton ascendió en el ejército revolucionario estadounidense hasta convertirse en el brazo derecho de George Washington. Jugó un papel fundamental en la independencia de las trece colonias de América, en la redacción de la constitución estadounidense y en la definición de la estructura misma del nuevo país, incluido su sistema financiero. Dueño de una pluma prodigiosa, el inmigrante Hamilton defendió la constitución redactando la mayoría de los célebres Federalist Papers, ensayos de lectura indispensable entonces como ahora, en Estados Unidos y en cualquier sitio que valore la libertad. Después de una vida ilustre, tormentosa y apasionante, Hamilton murió abatido en un célebre duelo contra el vicepresidente Aaron Burr. Tenía solo 47 años de edad.

La joven biografía de Lin-Manuel Miranda, el creador de la obra de Broadway, también podría leerse como un desmentido del discurso nativista de Trump. Hijo de Luis Miranda, un inmigrante puertorriqueño que se convertiría en valiente activista en Nueva York, Lin-Manuel creció en el área de Washington Heights, sitio de enorme diversidad étnica y vibrantes influencias artísticas. Desde adolescente, Miranda comenzó a adaptar el rap, el hip-hop y demás es cuelas melódicas y poéticas a su mayor pasión, el teatro musical. A los 22 años escribió In The Heights, un alegre musical sobre su barrio y sus vicisitudes. Ya desde entonces podía verse no solo su genio lírico sino su intención de decir algo —verdaderamente decir algo— con sus letras, sus temas y hasta su selección de elenco, siempre diverso. Para el 2009, Miranda había encontrado una nueva obsesión: la vida de Alexander Hamilton, otro inmigrante neoyorquino eminente. De la mano de Ron Chernow, el gran biógrafo de Hamilton, Miranda construyó algo que parece un milagro. Un musical moderno, entrañable y de absoluto rigor histórico, que suena a rap y a Shakespeare al mismo tiempo. Desde su debut en 2015, Hamilton ha roto récords de audiencia y, más importante aún, ha enviado un mensaje no solo sobre la promesa original estadounidense sino sobre su mejor destino. En el musical hay solo un actor, digamos, blanco: el que interpreta al rey Jorge III. Todos los demás son afroamericanos o hispanos. Miranda mismo interpretó a Hamilton por más de un año y medio. Aaron Burr, el gran antagonista, es interpretado por un afroamericano. En el Hamilton de Miranda, la forma es el mensaje. El fondo también. Ambos son, debo confesarlo, profundamente conmovedores. La expresión artística y pura del verdadero sueño americano.

Por ahora y para nuestra desgracia, el futuro inmediato de Estados Unidos pertenece al nativismo incontinente de Donald Trump. Pero tras ver y escuchar Hamilton, uno tiene la esperanza de que el siguiente gran capítulo de la historia pertenezca a los inmigrantes y su patria adoptiva. La mejor versión de Estados Unidos no merece nada menos.

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