La semana pasada estuve unas horas en la Ciudad de México (sigo extrañando a mi Distrito Federal) moderando el Foro VIF que organiza el empresario Alejandro Legorreta. Desde su fundación, Legorreta ha pensado el encuentro anual como una ocasión para hablar de inversiones y mercados, pero también para reflexionar con libertad sobre las posibles soluciones para los distintos retos que enfrenta México. El foro reúne a cientos de empresarios, así que la oportunidad no es menor.

Este año, la charla más memorable no la protagonizó un académico, un banquero especializado o un periodista. El gusto correspondió a Diego Luna.

Después de conversar con él por cerca de una hora, descubrí que, a diferencia de algunos de sus colegas en el vasto mundo del cine, Luna no acarrea lastres ideológicos ni apego alguno a la corrección política. No le interesa predicar sobre la coyuntura ni adherirse a causas puras. Todo esto es una virtud en el México de hoy, tan nublado por la indignación sin matices.

La charla de Luna en el Foro VIF se concentró no en la politiquería, sino en una reflexión mucho más valiosa: las dinámicas sociales que nos estorban, las injusticias cotidianas, la viciada relación mexicana con el otro y nuestra tendencia al abuso de los supuestos subordinados. Frente a hombres de empresa que se mueven por la ciudad con una cauda de escoltas prepotentes, Luna lamentó que la sociedad mexicana subraye las diferencias sociales y fomente, en la práctica, una cultura del abuso. Cultura que, por desgracia, heredamos a nuestros hijos, incluso contra nuestros mejores instintos. La dinámica entre los niños y quienes los “atienden” no son muy distintas a las que aprendimos nosotros y antes nuestros padres. Así lo explicó Luna: “Los mexicanos”, dijo, “no estamos dispuestos a hacer la cola para que nuestros hijos vean que las colas se hacen y existen para que haya un orden y haya una lógica para que se despache primero, al que llega primero”. Tiene razón.

Es evidente que hay excepciones y grados distintos de esta conducta, pero, si somos sinceros, habremos de aceptar que muchos hemos crecido de la misma manera. Lo digo, además, con una perspectiva binacional. Los vicios clasistas insisten en acompañarnos más allá de las fronteras, y tampoco están limitados a los “ricos”: nuestra tendencia a maltratar a quien nos ofrece un servicio o a quien percibimos como supuesto subordinado desafía clasificaciones socioeconómicas. Podrá ser más claro con los que más tienen, pero no por eso deja de existir entre los que menos tienen. Pensar que la discriminación por diferencias socioeconómicas se limita a los que traen guaruras y choferes podrá ser cómodo y políticamente correcto, pero implica cerrar los ojos a dinámicas más profundas y extendidas en toda la muy amplia y diversa sociedad mexicana.

El de Luna es un apunte crucial para estos tiempos y para los que vienen. De la larga lista de conductas enfermizas en México, pocas son más graves que las injusticias que engendra el privilegio social, incluso el más tenue. El trato a quienes se dedican al servicio es lamentable, y no sólo por la falta de derechos laborales. La condescendencia elitista, que abreva de un racismo latente, nos ha hundido en una cultura del despotismo. No se trata de un maltrato despiadado, sino de algo peor: las diferencias de clases —la cultura del VIP, a la que también se refirió Luna— han creado un abismo nocivo. Los otros, los que tienen menos, están aquí para servirnos: el “tráeme”, “hazme” y “dame” antes que el “traigo”, “hago”, “doy”. La desigualdad económica se traduce, entonces, en un desprecio social repugnante y contagioso.

En términos generales, me resisto a interpretar nuestros defectos como vicios “culturales”. Sigo explicando la corrupción, por ejemplo, como un problema cuyo origen está en nuestra falta de Estado de derecho antes que en una suerte de cinismo idiosincrásico. Pero nuestro trato con el prójimo, sobre todo con aquellos que son nuestros aparentes subordinados, sí se antoja parte de nuestro ser colectivo. Y no es un problema cualquiera. En el fondo, se trata de la esencia misma del respeto. Es difícil construir una sociedad sana cuando se parte de la desavenencia cotidiana.

En efecto, como remató Luna en el Foro VIF: “hay que mirarnos al espejo”, dijo, “hay que reinventar cómo vivimos”. Vale la pena intentarlo.

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