Algo tiene la música que abre la puerta de la memoria. Todos tenemos un cantante o un compositor que nos vincula con emociones pasadas; que nos remite, casi en cuerpo y alma, a otro tiempo. Ese vínculo nostálgico que provee la música crece cuando uno vive lejos de su país y su gente. Es entonces que la música se vuelve un salvavidas emocional.

Vale la pena una anécdota. Hace algunos años me topé con un inmigrante poblano en Nueva York. Después de muchos años había logrado abrir una abarrotería en Queens y vivía, para cuando lo conocí, relativamente tranquilo. Durante al menos una década había atravesado por una depresión severa. La ciudad, hostil, lo había maltratado: vivió en la calle, estuvo desempleado por meses y arrastró, a cada instante, una melancolía abrumadora por la tierra y la familia que había dejado atrás. Cuando le pregunté cómo había logrado sobrevivir, me respondió con un nombre propio: “Vicente Fernández”. La música de Vicente Fernández, me dijo, le había permitido sentirse más cerca de los suyos. Recuerdo haberle preguntado qué canción prefería en aquellos años oscuros. La Misma, me respondió sin dudar un segundo. Dolor para acompañar dolor: tenía sentido.

Muchas otras veces he escuchado a inmigrantes mexicanos describir la música de Vicente Fernández como una suerte de bálsamo para la distancia. Me sucedió lo mismo en Alabama, con un grupo de migrantes michoacanos y me ha ocurrido una y otra vez en Los Ángeles. Por ejemplo: en la plaza del mariachi de Boyle Heights, repleta de charros auténticos dispuestos a compartir recuerdos a la menor provocación, el nombre de Vicente Fernández inspira un reconocimiento que trasciende la admiración artística. En California, como en tantísimos otros lugares de Estados Unidos, la música de Chente es el puente con los amores que se han ido y con la patria que espera a sólo algunos cientos de kilómetros, al mismo tiempo cercana e inalcanzable. Para su público —sobre todo para el que vive lejos— escuchar a Vicente Fernández no sólo da la posibilidad de estar más cerca de México; es estar en México, aunque sea por unos minutos.

¿Sabrá Vicente Fernández de la profundidad de este vínculo? Es posible suponer que sí. Uno de los mariachis del este de Los Ángeles me explicó hace unos días que, además de su música, siempre ha admirado la ética de trabajo de Vicente. Me habló, por ejemplo, de su famoso compromiso de cantar hasta que el público se haya cansado. ¿Por qué lo hace? En parte, claro, es la naturaleza del espectáculo. Pero no se trata sólo de saciar la necesidad musical de quien lo escucha. Consciente o no de ello, Vicente Fernández permanece en el escenario para sosegar la añoranza de su público. “Mientras aplaudan, yo canto”: se dice fácil.

Por desgracia, la naturaleza de esa nostalgia está cambiando entre las nuevas generaciones. Ahora, los jóvenes parecen buscar la identidad mexicana en otra música, menos noble, más brava, más cercana a la época furiosa que vivimos. Pero aunque puede ser cierto que el vínculo con México ya no siempre pasa por los amores rejegos y las borracheras de corazón roto de Vicente Fernández, el legado de Vicente ha buscado la manera de imponerse. Lo ha hecho a través de la vigencia de su propia música, pero también gracias a la generosa herencia artística que encabeza Alejandro Fernández, su hijo. La de los Fernández no parece ser una relación cualquiera. Hasta la fecha, a pesar de su propia fama, Alejandro incluye en sus conciertos un bloque completo dedicado a las canciones de su padre. Uno supone que lo hace por amor y admiración. Pero también es posible que lo haga porque intuye la importancia de mantener vivo el vínculo de Vicente con su público y, más importante todavía, del público de su padre con México, ese país maltrecho pero entrañable: nuestra tierra.

Por eso, cuando Vicente Fernández finalmente se despida de los escenarios el 16 de abril en el Estadio Azteca, el adiós no lo será tanto. A diferencia de muchos otros, en el mundo de la música y otros más, Vicente Fernández ha sabido entregarse pleno y ha sabido enseñar y heredar. La gente así no se va jamás.

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