Dos hombres la subieron a un auto, a las puertas del Metro Chapultepec. Una amiga de su pueblo, Muytejé, en el Estado de México, la había invitado a trabajar como empleada doméstica en la capital del país. Los hombres la golpearon en el vientre, la llevaron a una casa en la zona conurbada y la violaron en un cuartucho de tabique y láminas. “Este pollo es para mí”, dijo uno de ellos.

Nadie notó la desaparición de la joven: una indígena mazahua que apenas había dejado la adolescencia, y procedía de un pueblo de no más de 300 habitantes.

La tuvieron en aquel cuartucho durante más de una semana. Cada día su secuestrador la golpeaba hasta dejarla tendida en el piso de tierra. “Me gustas, solo por eso no te desaparezco”, le decía.

Volvía a violarla y luego le dejaba un plato con tortillas y algo de comida. La joven apenas lo tocaba pues los golpes le habían dejado la boca hinchada y los labios partidos. “Como no quieres comer, entonces vas a trabajar”, le dijo el hombre. La llevaron a una colonia de la Ciudad de México. Tardó mucho tiempo en saber cuál: La Merced, en el viejo Centro. “Ella es mi hermana Juana, a partir de hoy la vas a obedecer en todo”.

Permaneció aislada en una casa días y días. “Había ropa, objetos, zapatos de mujer”. Había también una mujer rubia, obesa y mal hablada. “No chinguen, ¿no le dijeron que la trajeron aquí para putear?”, preguntó.

Su verdugo la rebautizó como Mayra. Ella supo que él se llamaba Héctor. Con el tiempo conoció sus apellidos: González Rogelio.

En realidad no era un secuestrador, sino un padrote. La echó a la calle —un callejón en el que había otras mujeres “con ropa muy corta”— y una señora llamada Lupe comentó a quienes pasaban que había llegado una muchacha “nuevecita”. “Tanto les insistía, que uno se me acercó”, recordaría Mayra.

Le pagaron 40 pesos. “Para qué chillas si aquí vas a talonear bien y a ganar harto varo”, le dijo Lupe.

Ese día recibió clientes hasta que cayó la noche. Comenzó así una rutina invariable: de la mañana al anochecer, plantada ahí en el callejón, con la prohibición de dirigirle la palabra a las otras mujeres, recibiendo golpizas inclementes cada que Héctor sentía que se “le estaba subiendo a los bigotes”.

Pasaron días, semanas y meses. Mayra quiso huir una tarde, pero no llegó muy lejos. Héctor la llevó al cuartucho de lámina y le ordenó que le pidiera perdón de rodillas . La golpeó con un palo hasta que su cuerpo quedó “lleno de sangre y todo batido de tierra”. “Cuando no juntaba la cuenta, al otro día se la tenía que llevar o los puñetazos me desfiguraban mi cara, me dejaban el rostro hinchado, hasta que le prometía que iba a echarle ganas”.

Mayra se embarazó dos veces y las dos fue obligada a abortar. Llevaba dos años en el callejón cuando Héctor la llevó a la calle Sullivan: “Desde hoy vas a trabajar de noche y no quiero que abras el hocico. Vas a lo que va, aquí vas a traer más varo”.

La encargada de cuidarla se llamaba Soledad Ramírez y era la mandamás de un buen tramo de la calle. Soledad la llevó a un hotel para que se vistiera y peinara, “había como diez muchachas maquillándose”.

Esa mujer se convirtió en su perro guardián: si se tardaba con un cliente más de veinte minutos debía pagarle una cuota de 150 pesos; si llegaba después de las ocho, eran cien; si alguna enfermedad o la menstruación le impedían “trabajar”, la multa era de otros cien pesos.

“Éramos como 30 mujeres (las que estaban bajo el cuidado de Soledad), todas de distintos lugares y estados, hablábamos diferente, pero la mayoría no podíamos comunicarnos, siempre nos estaban regañando o mentando la madre”.

Héctor puso un chofer para que la recogiera en el cuarto donde vivía y la llevara a Sullivan: tenía prohibido hablar con éste, solo debía entregarle la cuota diaria. Aunque dejaba de ver al padrote durante semanas —estaba ocupado “administrando” a otras mujeres— esto no impedía que él estuviera al tanto hasta de los detalles más insignificantes: cuánto se tardaba Mayra con los clientes, si alguno la buscaba dos o más veces por semana, si había estado platicando con alguna compañera.

Cuando Mayra cometía alguna falta, Héctor iba a la calle, la subía al auto, le pegaba a rabiar en el estómago, la regresaba a “su punto” y le decía que le echara ganas.

Mayra pasó 16 años en Sullivan. Llegó a convertirse en una de las esclavas sexuales más antiguas de esa calle. Descubrió todos sus secretos: entre ellos, la manera en que la trata de personas se disfrazaba de prostitución con el contubernio de las autoridades.

De esa parte de su historia —la más sórdida— hablaré en la entrega de mañana.

@hdemauleon

demauleon@hotmail.com

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