Yo no sabía que le estaba haciendo la última entrevista: no sabía que aquella mañana iba a ser la última en que Jacobo Zabludovsky visitaba las calles y vecindades de su niñez y su adolescencia.

Habíamos acordado una “entrevista itinerante” que celebrara su cumpleaños número 87. Durante poco más de dos horas grabé sus palabras mientras paseábamos por San Ildefonso, Correo Mayor, Regina, San Jerónimo, Pino Suárez. Jacobo me mostró algunas de las vecindades en las que había vivido. Su padre, un agitado inmigrante polaco dedicado a la venta de retazos de telas, trotaba con los catres, los roperos y la familia Zabludovsky a cuestas por vecindades situadas en los cuatro rumbos del universo: Mesones, San Jerónimo, Correo Mayor, Las Cruces, Regina…

Jacobo recordó entonces la ciudad que había perdido. Señaló el sitio donde hubo cines (el Rialto, el Cairo), carpas (la Colonial, la Valentina, la de don Procopio), teatros (el Follies, el teatro Apolo, el Politeama). Habló de taquerías improvisadas a la entrada de las vecindades —en las que un foco mantenía calientes las carnitas y en la que un taquero “aventaba la salsa para arriba y la agarraba en el taco sin que se cayera una sola gota”—; de una ciudad mal iluminada, infestada de ratas y cucarachas, asolada cíclicamente por trombas e inundaciones, pero amable, caminable, y lo que es mejor, habitable.

Recordó esa ciudad cuya fauna estaba compuesta por ajolotes, chichicuilotes, zopilotes y pescaditos blancos del lago de Texcoco.

Lo oigo hablar en mi grabadora y atrás se escuchan los ruidos del Centro: gritos de vendedores, música estridente a la puerta de los locales, ruido de ambulancias y patrullas, claxonazos cimbrando las esquinas. La última ciudad de Jacobo Zabludovsky.

Nos tomamos una foto junto a la serpiente de piedra del Palacio de los condes de Calimaya —ahí sentí un escalofrío— y nos despedimos con la promesa de comer langostinos en el restaurante Danubio de la calle de Uruguay.

En algún momento hablamos del terremoto de 1985, que Jacobo consideraba la segunda gran devastación de la ciudad de México luego de la Conquista, y le dije:

—Te estoy viendo en la esquina de San Juan de Letrán, frente a las ruinas del Superleche.

—Héctor, para mí el temblor es uno de los acontecimientos más dolorosos de mi vida —contestó. Fue muy difícil para mí hacer la narración de lo que estaba viendo. Hubo una ocasión en que un obstáculo en la garganta me estaba impidiendo seguir, hasta que me sobrepuse, porque dije: “Bueno, haz lo que tienes que hacer y luego chillas”.

—¿En qué momento ocurrió eso?

—Cuando llegué a Televisa, porque la vi destruida; el edificio de seis o siete pisos que albergaba los noticieros, que estaba por la parte de Niños Héroes y arriba tenía una antena… se había caído. Entonces vi las ruinas y yo sabía quiénes estaban muertos, porque yo era director de los noticieros: los contraté, les puse horarios, les designé su escritorio. Sabía quiénes estaban y en dónde.

—Tú bajabas en auto por Reforma Lomas. ¿Cuándo comprendiste la magnitud de lo que estaba ocurriendo?

—Me dí cuenta del alcance de ese hecho terrible en el cruce de Insurgentes y Reforma, ahí estaba el Hotel Hilton, se cayó; un edificio cercano, de una financiera, se cayó. En ese había turistas envueltos en sábanas, otros chillando y corriendo, las motocicletas pasando. Oí las sirenas de la Cruz Roja y ahí es donde dije que me estaba dando cuenta de que estábamos frente a la tragedia más grande que había pasado en la ciudad donde nací.

—Ahí perdiste otra ciudad.

—Todos perdimos otra ciudad. Dentro de poco se van a conmemorar 30 años del temblor y no se ha dejado en el paisaje urbano un testimonio, un jardín, un árbol que diga: “Esto es en memoria de los que murieron y de los que ayudaron a salvar vidas. De esos hombres”.

Su chofer llegó por él. Nos dimos el último apretón de manos. Jacobo se perdió en su última ciudad.

@hdemauleonde
mauleon@hotmail.com

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