En el desastroso 2016, una de las satisfacciones íntimas que tuve fue una especie de fiebre lectora de más o menos nuevo cuño, al menos, claro, para mí: la lectura de obras de teatro. Eso no significa, ¡válgame Dios!, que no hubiera yo leído teatro antes; pero es verdad que lo leía muy de vez en cuando, concentrado como estaba en otros territorios y géneros. Soy un lector arbitrario, y hasta caprichoso, y tenía la literatura dramática casi completamente descuidada.

Una de las razones para no leer obras teatrales, o para hacerlo de ese modo intermitente, era muy arbitraria y, me temo, no poco atolondrada: “¡Es que me distraigo y ya no sé quién está hablando, porque me concentro en los parlamentos y no veo el nombre del personaje!”, torcida explicación que me ha ganado algunas miradas socarronas o burlonas de lectores mejores, más avezados que yo.

Todo comenzó cuando decidí leer todas las obras teatrales de T. S. Eliot, un poeta que ha sido siempre una luz inmensa en mi mundito lector. Solamente le había dedicado una atención seria a su drama del medioevo inglés, Murder in the Cathedral, la historia trágica del arzobispo Thomas Beckett. Leer el teatro de Eliot —que, según entiendo, no es bien visto por la crítica, cosa que no me quita el sueño— lo cambió todo y no he parado de leer obras teatrales en estos meses. Desde luego, estoy y estaré siempre lejos de ser un conocedor, pues no soy experto o especialista en nada.

Fui espectador de teatro en mi niñez y adolescencia, pero desde entonces apenas he ido a ver puestas en escena. Aquella afición estaba ligada con el teatro que podía verse en las salas del Seguro Social, a las que mi familia asistía, creo, porque había facilidades: mi madre, Mireya Bravo, trabajaba para ese instituto. En cualquier caso, aun sin las facilidades, esa lejana época fue de enorme bonanza para el teatro mexicano y asistir a ver el variado repertorio de las salas del IMSS era algo que valía la pena. Es una de las razones por las que el Premio Nacional que le dieron a Ignacio López Tarso en 2015 me dio tanto gusto y me pareció tan merecido: él era una de las figuras principales, si no es que la principal, de muchas de aquellas producciones teatrales del IMSS.

En una clase universitaria leímos a lo largo de algunos meses el poema dramático de Alfonso Reyes “Ifigenia cruel”. Casi al finalizar esa lectura, nos visitó la espléndida actriz Margarita González Ortiz y nos explicó mil y un pormenores del arte dramático; como nos faltaban unas pocas páginas para concluir la obra de Reyes, ella nos animó a leerlas a su lado y con su participación. Fue una experiencia maravillosa.

Me espera algo así como un punto culminante de mis lecturas teatrales. Desde luego, podría ser todo Calderón de la Barca o todo Tirso, ¡o Shakespeare completo, en inglés! Pero no: será la lectura de Las firmezas de Isabela, obra de mi poeta favorito, don Luis de Góngora.

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