Durante las últimas semanas he leído con atención los argumentos y los asegunes de quienes se oponen a la despenalización del consumo de la marihuana, al cual deberá seguir, según lo creemos algunos, la legalización de su cultivo y comercio, dada la primacía otorgada a la libertad individual por la Suprema Corte de Justicia, sin olvidar que el Estado quedará obligado a destinar abundantes recursos para abordarla como un asunto de salud pública, una vez fracasada, con una onerosa cuota de sangre, la prohibición.

Entre quienes se rasgaron las vestiduras por la sentencia del magistrado Zaldívar, estuvo un político guerrerense, quien parece creer que la mota fue un asunto, ayer, de hippies y hoy de hipsters, unos y otros clasemedieros elitistas o intelectuales (antes nos decían bohemios), ajenos a la proverbial inocencia del pueblo mexicano, quien se vería tentado a drogarse indebidamente si el consumo de la mota y otras sustancias aun más peligrosas, queda a la mano de su ignara apetencia. No he leído todavía una historia de la marihuana en México pero bastan las memorias del poeta José Juan Tablada para saber que la marihuana, hace más de un siglo, era una recreación propia de los cuarteles, desde los cuales migró, extrañamente, con todo y su jerigonza, de la soldadesca a los hoy abuelos jipitecas.

La paternal preocupación de este político es, para empezar, de un arraigado clasismo. Sólo los políticos, nada menos, saben qué es bueno y qué es malo para la salud del pueblo, erigidos en desvelados boticarios moralistas advirtiendo que los marihuanos le darán muy mal ejemplo a sus hijos: los convertirían en drogadictos. Insisto con el ejemplo de las drogas legales. Quienes crecimos en hogares donde la tolerancia frente al alcohol y el tabaco era muy alta, heredamos cierta predisposición al alcoholismo (que responde, también, a un mapa genético) y a la nicotina. De imperar esa media verdad, pongamos en las botellas de cerveza, ron, whisky y vodka, anuncios tan desalentadores como los que las compañías tabacaleras están obligados a imprimir en las cajetillas, verdaderas estampitas del averno pulmonar y otros espantos. Los juzgados habrán de emitir, entonces, ordenes de alejamiento impidiéndole a los padres alcohólicos, fumadores y marihuanos, corromper a sus hijos, mandando a los chiquillos a granjas ecológicas donde ni siquiera, por qué no, podrán consumir productos transgénicos. Esta dictadura sanitaria, como lo muestra mi propia reducción al absurdo, no tiene ningún futuro en un planeta habitado por millones de consumidores de las drogas legales e ilegales. Por algo será que el ser humano requiere de evadirse con la marihuana, de emborracharse o de fumar, ese placer perfecto, porque como decía Oscar Wilde, nunca acaba de satisfacer.

La preocupación del político boticario por la corrupción del pueblo tiene hondas raíces. Tan pronto alcoholizaron a los indios, los españoles emitieron reglamentos para reprimir la ebriedad pública causada por los raudales de pulque y desde la Nueva España viene la ley seca que hizo de México uno de los pocos países del mundo donde se prohibía la venta del alcohol durante las fiestas nacionales y en otros acontecimientos de importancia política, veda compartida con otras naciones. Medidas absurdas porque si algo sabe la raza bebedora es abastecerse con generosa anterioridad al infame feriado abstemio mientras que los riquillos siempre han gozado de barra abierta en los restaurantes.

Es curioso, finalmente, que sea un político del Estado donde la amapola creó el infernal ecosistema de Ayotzinapa, quien se olvidé (y no sólo él lo hace) que quienes cultivan las drogas no son los sicarios, ni los agentes de la CIA ni los hipsters de la Colonia Condesa, sino campesinos, los antiguos hijos predilectos del régimen, quienes se ven obligados, de grado o por la fuerza, a una siembra que les permite elevar, corriendo peligros inauditos, sus magros ingresos. Y en efecto, la legalización de las drogas es todo lo contrario de una panacea: se trata de que la sociedad, mediante la eficacia del mercado y con el respaldo de las leyes, le dispute el negocio a los narcotraficantes. Nada más y nada menos.

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