La sentencia de Arturo Zaldívar que abre el camino para la legalización generalizada del cultivo y consumo de marihuana para fines no comerciales ha generado un raudal de literatura confesional. Todos los columnistas, como si fuésemos precandidatos en liza por la presidencia de Estados Unidos, nos estamos sintiendo obligados a contar la petit histoire de nuestra relación con el cannabis. En mi caso, hago mías las palabras de mi admirado amigo Julián Herbert, poeta y novelista: “Yo sólo he fumado marihuana por extrema necesidad: cuando no tenía a la mano drogas adultas como el alcohol”.

Quienes como yo, sobrevivimos a los estragos físicos y morales del alcoholismo, sólo por hoy, vemos con asombro el horror a la marihuana y la cantidad de estupideces que se dicen para sostener su prohibición, teniendo en cuenta que la más letal y consumida de las drogas, el alcohol, corre libre y rauda por lo largo y lo ancho del planeta. Es más, el fin de semana como odisea alcohólica, propio de países alcohólatras como México o Rusia, ha migrado a la zona de la llamada “dieta mediterránea”, a España e Italia, donde hay una verdadera pandemia de alcoholismo adolescente, sobre todo entre las chicas. Y no sólo allá, como lo sabe cualquier padre de familia. Por ello, cuando el pequeño Ayatola que todos llevamos dentro aparece en mi conciencia y fantasea con que todo el alcohol del mundo sea derramado en las alcantarillas universales, aplaudo. Detesto, además, los elogios del alcohol como maná de la creación artística, generalmente proferidos por los escritores ingleses. Pero es mi problema. Tómense sus tragos pero por favor no manejen.

También, confieso, crecí en un ambiente en el cual se fumaba marihuana con regularidad y puedo decir que siendo una droga de naturaleza anecdótica comparada con el alcohol, no es inocua y provoca, a largo plazo, daños y trastornos. Pero la gran virtud de la sentencia liberal del magistrado Zaldívar es que devuelve el problema que nos ha costado miles y miles de muertos, al terreno de las libertades individuales, del cual nunca debió haber salido. Si no creo que el Estado (el mexicano o el francés) tenga derecho a pedirme, adulto que soy, una receta médica para comprar antibióticos en la farmacia de la esquina, mucho menos soporto su potestad sobre el derecho de los ciudadanos a automedicarse o a intoxicarse jovialmente siempre y cuando no dañen a terceros. Y si se trata de prohibir, insisto, háganlo con el alcohol y el alpinismo, para empezar.

Los conservadores tienen toda la razón de sentirse muy contrariados por la sentencia, pues abre el camino, que llegará más temprano que tarde, a la legalización de todas las drogas, incluidas las más duras, bajo el mismo argumento: el Estado no puede invadir la intimidad del consumidor. Casi tan devastadores son los efectos de la cocaína o de la heroína como los de la ginebra barata con la que yo me curaba las crudas cuando la quincena quedaba todavía muy lejos, marca que años después descubrí, se utiliza en las cantinas de postín para desinfectar los vasos. El Estado, lo repito aunque se haya dicho hasta la saciedad, deberá invertir lo que se gasta en el combate contra los cárteles, en salud pública y prevención eficaz que ponga en las manos de los enganchados el hilo capaz de conducirlos fuera de la adicción.

Además, así como no todos los bebedores son alcohólicos, muchos de los infamados marihuanos que han sido comparados estas semanas hasta con los secuestradores, son gente de paz. Finalmente, la legalización de las drogas le quita al consumidor la culpa de ser el principio de una cadena que del vecino narcomenudista llega hasta los grandes narcotraficantes. Para mí, la escena horrible por antonomasia de las guerras narcas fueron aquellos ataques de los sicarios, fusilamiento de internos incluido, contra los centros de rehabilitación para alcohólicos y drogadictos. El infierno puro.

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