Según el ensayista peruano Fernando Iwasaki, en Republicanos cuando dejamos de ser realistas (2008), el mundo hispánico concentra el 40% de la producción constitucional planetaria. Mientras que países como la Gran Bretaña o Nueva Zelandia carecen de una constitución propiamente dicha y algunas monarquías europeas se rigen por cartas de sólo unas pocas páginas, entre nosotros, tras la Constitución de Cádiz de 1812, legislar no sólo es soñar sino vivir. Hacer y deshacer cartas magnas es la máxima tarea política a la que suelen abocarse los políticos hispanohablantes, incluso y hasta con más razón, cuando imperan las dictaduras.

México, con sus tres Constituciones (cuatro si sumamos las Siete Leyes de 1836), es sólo una excepción en apariencia. Nuestros regímenes autoritarios más prolongados se respaldaron, modificándolas a placer, en las cartas de 1857 y 1917. Nuestra centenaria y vigente Constitución ha sido sometida, primero por el Priato y después por los políticos de la alternancia, a una serie tal de operaciones a corazón abierto, manitas de gato, cirugías plásticas y liposucciones, que el texto original, para bien y para mal, sería irreconocible para los constituyentes de Querétaro. Tan es así que los juristas Diego Valadés y Héctor Fix Zamudio “reordenaron y consolidaron”, recientemente, nuestra Carta Magna. Su propósito es que, no digamos los ciudadanos, sino los propios legisladores, puedan transitar, desbrozando artículos estorbosos y reglamentos pantanosos, por esa selva. Pedro Salazar recordaba en estas páginas, por ejemplo, que el artículo 41, en 1917, tenía 63 palabras y hoy más de cuatro mil.

Esa manía de legislar, desde Cádiz hasta la novísima Constitución chilanga de 2017, refleja una idea inquisitorial de la ley. Desde ese desdén mayestático, una carta constitucional no es un procedimiento destinado a establecer mecanismos de convivencia social sino una utopía en acto donde, lejos de contemplarse cómo es el mundo, se consigna cómo debe de ser. Por ello, como el Santo Oficio, nuestras Constituciones monopolizan no sólo la autoridad, sino el privilegio del poder al ejercicio de la benevolencia.

Así, la Constitución de la CDMX refleja, por escrito, la jubilosa autoestima de la izquierda que nos ha gobernado desde hace casi veinte años. Lo digo sin acritud: el PRD, sobre todo el de Marcelo Ebrard, le dio nuevos y refrescantes aires a la urbe sin necesidad de constitucionalizar su gobernanza. Las grandes ciudades suelen ser mejor administradas por la izquierda que por la derecha.

¿Llegará la autoestima constitucional de nuestros políticos y su compulsión por legislar a la convocatoria y al diseño de una nueva constitución que le haga las honras fúnebres a la del 1917 dándole si no cristiana al menos masónica sepultura? No lo creo. No por ahora. Nuestra actual clase política, dividida en tres partidos hegemónicos, está muy cómoda, generosamente unida por el erario y feliz con la alternancia que renueva poderes y canonjías cada año en estados y municipios.

Una nueva Constitución debería dinamitar la jauja federalista que alienta el transformismo de los gobernadores en virreyes cleptomaníacos, desmantelar el vetusto municipalismo de 1917 contrario a todo esfuerzo federal para combatir el crimen, fijar la segunda vuelta en la Presidencia lo mismo que en el Congreso, respaldar gobiernos de coalición con sólidas mayorías parlamentarias, así como despenalizar por completo las drogas en aras de la salud de los mexicanos y de su seguridad. Debería ser ajena también esa Constitución, pues soñar no cuesta nada, a la tentación del referéndum y la revocación, instrumentos favoritos de los demagogos y de los dictadores. Pero todo eso es mucho paquete para nuestros políticos. Estamos ante una clase política que no sufre una verdadera crisis histórica desde la provocada por el asesinato del general Obregón en La Bombilla, en 1928.

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