Tras el secuestro y asesinato de Juan Francisco Sicilia Ortega en 2011, algunos propusimos que el movimiento por la paz y la justicia encabezado por su padre, el poeta Javier Sicilia, se convirtiera en una organización permanente de víctimas de los narcotraficantes y de los excesos de quienes los combaten. De haber ocurrido así, los padres de los normalistas desaparecidos y asesinados en Iguala hace un año habrían tenido, desde la primera hora, un hogar solidario donde encontrar el consuelo y la experiencia de aquellos que ya habían pasado por ese infierno.

Pero ello no ocurrió dada la tozudez de una izquierda que se niega a aceptar que la fuente principal del dolor en México es obra del narcoterrorismo, al cual ni siquiera se atreven a llamar por ese nombre. Si el holocausto de Iguala no merece el nombre de narcoterrorismo, no sé cómo llamar al crimen organizado que por logística o para sembrar terror, siempre se infiltra en los aparatos policiacos. Pero al colocar al gobierno, sea de Calderón o de Peña Nieto, como enemigo principal y eximir, por supuesta obviedad, a los criminales de la repulsa social, los activistas reafirman que, en última instancia, el culpable es el Estado “neoliberal” al incubar la injusticia social, pretendida madre del crimen. Y si ése Estado está, como el nuestro, atrofiado en su capacidad de hacer justicia, las otras víctimas se vuelven no los soldados y policías sacrificados en esa guerra perdida de antemano contra las drogas, ausentes de la memoria colectiva, sino los sicarios. Hasta llegó a proponerse, hace un lustro, un monumento funerario común a las víctimas y a los verdugos en nombre de una idea de pecado ni siquiera del todo cristiana pero sí ajena a los deberes y los derechos propios de una sociedad democrática.

De poco sirve que nuestros actores más famosos o nuestras escritoras más celebradas se indignen periódicamente y salgan a marchar invadidos por la indignación que, tan humana, no deja de ser un estado de ánimo, si no se crean organizaciones eficaces que sigan vigilando al gobierno en su obligación de hacer cumplir las leyes, monopolizando el uso legítimo de la fuerza, pero que sobre todo, conviertan a una aterrorizada ciudadanía en la creadora de un ambiente irrespirable para el narco.

Los ritos funerarios se instituyeron para sustraer a los cadáveres insepultos de la dieta de las especies carroñeras. El 26 de septiembre, en el Zócalo, los asesores radicales de las familias de Ayotzinapa revelaron su propósito: hacer de la matanza conmemorada la causa eficiente para la refundación del Partido de los Pobres, creado en Atoyac, Guerrero, por Lucio Cabañas, en 1967 y pronto convertido en guerrilla. Están en su derecho de organizarse legalmente cómo mejor les convenga aunque me pregunto si algunos de quienes marcharon esa tarde no se estarán bajando, otra vez y discretamente, del vagón de los compañeros de viaje.

Y hoy que es 2 de octubre cabría recordar, que a diferencia de los deudos de Ayotzinapa, los familiares de las víctimas de Tlatelolco en 1968, cuya verdadera cantidad desconocemos y cuyos nombres palidecen en una esquela tardía, no tuvieron ni sociedad civil que los abrazase, ni presidente obligado a rendirles cuentas ni comisiones internacionales de forenses acompañándolos en su urgencia de certeza. Los que encontraron a sus muertos, los enterraron solos. Quizá ese contraste algún día sirva como pedagogía para explicar la diferencia entre vivir bajo un régimen autoritario jactancioso de su fechoría, como aquel, y una democracia, la nuestra, que tiene al menos una virtud: su obsesión por el respeto de los derechos humanos.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses