Vivo en la Ciudad de México. Aquí es habitual ver en la calle parejas del mismo sexo que caminan de la mano o se dan un beso.

Tengo tres hijos acostumbrados a un hogar de papá y mamá. Desde muy chicos descubrieron a simple vista que no todas las parejas son así. Y cuando me preguntaron por qué se estaban dando besos un hombre con otro hombre o una mujer con otra mujer, no se me ocurrió más que responderles con la verdad: la mayoría de hombres y mujeres se gustan entre sí, pero hay hombres a quienes les gustan los hombres y mujeres a quienes les gustan las mujeres.

En esto de educar a los hijos está claro que no hay fórmulas generales y mucho menos se vale imponerlas. Cada quien hace lo mejor que puede. Yo soy del nutrido grupo de mexicanos que piensan que la homosexualidad no es una enfermedad, que el conocimiento y la información nunca son dañinos.

Por eso me sorprendió ayer el subsecretario de Educación Pública, Javier Treviño. Mientras lo entrevistábamos en la tele, contó que los libros de texto gratuitos que reparte la SEP en las escuelas abordan la sexualidad a partir del cuarto grado de primaria, pero no hablan de diversidad sexual. Para los libros de texto gratuitos los homosexuales no existen. Y dijo además que en los foros del nuevo modelo educativo que auspicia el gobierno no hay ningún plan para incluir ninguna información sobre la diversidad sexual.

Es casi un consenso mundial que los papás no podemos entregar al gobierno la educación de los hijos. También es consenso mundial que el Estado sí debe hacer una parte. Y considero que poco ayuda a los papás en esta tarea, si borra del mapa a un sector de la sociedad cada vez más notable.

Me parece además una gigantesca contradicción: el gobierno que presenta una ley de avanzada para reconocer los matrimonios igualitarios y los derechos de la comunidad gay es el mismo que hace como que no existen frente a los más de 15 millones de niños que estudian arriba del cuarto de primaria.

No es tarea sencilla para un Estado enfrentar la educación en un tema que divide a la sociedad. Porque así como hay padres de familia que vemos las cosas como están expuestas en esta columna, hay quienes no quieren que sus hijos estén expuestos a este tipo de información. Y cuando se trata de lo que más nos mueve, los hijos, se desata la pasión. Y se entiende.

Yo prefiero un niño que observe a uno que se tape los ojos. Uno que abrace su realidad cuando ésta le despierte la curiosidad, a uno que sea censurado o deba autocensurarse. Pero ese soy yo, y yo sólo tengo derecho a opinar sobre los tres que yo engendré.

¿Y el Estado? ¿Queremos un Estado que tape los ojos o uno que fomente que se abran? ¿Uno que despierte la discusión, la observación, la curiosidad o uno que opte por la censura? Creo que ha costado muchos años y no pocas vidas avanzar en una dirección.

historiasreportero@gmail.com

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