La oralidad, como método procesal, garantiza una justicia expedita, aunque no por ello objetiva. Tradicionalmente, los juicios orales se caracterizan por una enorme carga emotiva que ofusca los ánimos de los juzgadores y puede hacerles declinar el apego al texto legal en aras de la compasión o la empatía.

En la historia de México, el antecedente inmediato de los juicios orales fue el jurado popular, que tuvo vigencia hasta 1929 y estaba constituido por nueve miembros electos por sorteo. Las audiencias eran dirigidas por los jueces y participaban el ministerio público, los defensores y el propio jurado, que deliberaba bajo la siguiente premisa: “La ley no toma en cuenta a los jurados los medios por los cuales han formado su convicción. Sólo les manda interrogarse conforme a su conciencia si el acusado es culpable o no del delito que se le imputa”.

Un caso que puso en jaque la legitimidad del jurado popular fue el de María del Pilar Moreno, quien con sólo 15 años había quedado huérfana luego de que su padre fuera asesinado a las puertas de Gobernación. Poco después se supo que el homicida era el senador Francisco Tejeda. El asesino quedó impune valiéndose del fuero constitucional. Impotente, la menor buscó hacer justicia por su propia mano. Consumó su venganza semanas más tarde, cuando circulaba por la colonia Roma e identificó a Tejeda. Entonces se acercó a él empuñando su arma y le gritó: “Máteme, como mató a mi padre”. Tras un breve forcejeo, se escucharon varias detonaciones y el cuerpo del hombre quedó tendido.

Desde su detención, la joven explicó que su conducta se debió al amor filial. El día de la última comparecencia, Querido Moheno, abogado de María del Pilar, urdió una estrategia retórica encaminada a enfatizar la ingenuidad de una “niña corrompida por las circunstancias”. Concluyó su intervención lamentando la desventura de su defendida y bendiciéndola por haber resarcido el honor de su padre. Al borde de las lágrimas, como si de una representación escénica se tratara, el jurado decidió absolverla. En contra de todo principio jurídico, la emotividad derrotó a la ley.

Otro proceso que se siguió bajo ese formato fue el de María Teresa Landa, famosa por haber ganado un concurso de belleza. Los acontecimientos tuvieron lugar el 25 de agosto de 1929, una vez que descubrió que su esposo tenía una segunda familia. Alterada por el engaño, enfrentó a su pareja y, en un episodio de rabia fulminante, le disparó en repetidas ocasiones. En shock, María Teresa levantó el cuerpo inerte y rompió en llanto.

El polémico juicio se desarrolló entre rumores y señalamientos en contra de la uxoricida, hubo incluso quienes la acusaron de cobrar por favores sexuales. Su defensor, José María Lozano, alegó ante el jurado que ella sólo se defendió de un mal moral que amenazaba con destruir su vida. María Teresa tomó la palabra y dijo que aún amaba a su esposo y que un accidente del destino le había arrebatado la felicidad. La acusada abandonó el juzgado en libertad entre gritos de júbilo.

Pese a las irregularidades relatadas, las circunstancias no siempre jugaron a favor de los procesados. Baste recordar la consigna contra José León Toral, quien, si bien atentó contra Obregón, los resultados de las investigaciones arrojaron que no fue el único en hacerlo; sin embargo, su suerte estaba echada por anticipado y se convirtió en el último mexicano en ser condenado a la pena de muerte, sentencia que se ejecutó por medio del fusilamiento.

De vuelta al presente, corresponde al poder Judicial evitar que la volubilidad contamine de nuevo las resoluciones judiciales. La apuesta por un derecho cierto debe remar en contra de la premisa que reza: vox populi, vox dei.

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