Esta semana el presidente Enrique Peña Nieto visitó el pequeño país de Dinamarca; es el primer mandatario mexicano en realizar una visita de Estado a ese país. Se reunió con la familia real, líderes políticos, empresarios y hasta niños armando estructuras de Lego, uno de los productos daneses más conocidos. Esta pequeña tierra de cinco millones de habitantes de pronto se está poniendo de moda. Bernie Sanders, precandidato presidencial republicano en Estados Unidos, también menciona mucho a Dinamarca como modelo para su país, mientras que Francis Fukuyama llama el primer capítulo de su libro más reciente Los Orígenes del Orden Político, Llegar a Dinamarca, con la idea de que ese país representa un ideal de desarrollo, democracia y Estado de derecho a que otros países quisieran llegar.

Siempre me ha fascinado Dinamarca. Era el país de origen de mi madre, y de niño nuestra casa se llenaba de Legos traídos por familiares que nos visitaban de ahí. Viajamos poco a Dinamarca durante mi niñez, pero crecí en la diáspora entre la cultura, idioma y símbolos de aquella tierra lejana, siempre atento a las diferencias en ideas y costumbres entre aquí y allá. Luego, como adulto, me dio por explorar ese país, que siempre se coloca entre los más ricos, igualitarios y felices del mundo.

Pero si todos queremos “llegar a Dinamarca”, por lo menos en el sentido metafórico de construir un país próspero y democrático, ¿qué hacer? El país que recordaba mi madre no era ni rico y ni estable. Ella creció en un pueblo danés pobre, donde fue la única niña que salió a estudiar la preparatoria, y vivió la ocupación de su país por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Es de destacar que en el espacio de cinco o seis décadas, Dinamarca llegó a ser uno de los países más exitosos del mundo, un brinco de la mediocridad al éxito en poco tiempo.

Las claves del cambio en la historia danesa parece que fueron una serie de pactos sociales entre diversos sectores de la sociedad, en que diferentes grupos aceptaron trabajar juntos en agendas comunes que implicaban escuchar y aceptar las demandas de los otros grupos. La semilla de esto se sembró en el siglo XIX cuando por presiones de los pequeños burgueses y agricultores se restringió el poder del rey, creando un Parlamento electo y tribunales judiciales con autoridad sobre decisiones del Estado. En el siglo XX se expandió mucho más el pacto al incluir nuevas voces, sobre todo de obreros y campesinos, que querían no sólo el voto, sino también inclusión social. Se fue creando un Estado de bienestar, con apoyo social extensivo para los que menos tenían, pero basado en el capitalismo y con un Estado de derecho cada vez más fuerte.

Si hay una lección de esta experiencia es que la decisión de los que más poder e influencia tenían para dialogar con los nuevos grupos emergentes llevó a que todos tuvieran un país más estable y próspero. La monarquía cedió poder primero a las masas y a luego a un Estado de derecho impersonal para preservar su legitimidad, mientras que los intereses económicos decidieron apoyar un Estado de bienestar para todos, en búsqueda de la paz social, porque de no hacerlo implicaba vivir en conflicto laboral permanente. Todos salieron ganando porque todos estaban dispuestos a ceder algo. Y la experiencia compartida de ocupación bélica sin duda ayudó a forjar estos pactos.

En otros países, como México o Estados Unidos, es difícil imaginar cómo podría funcionar la misma dinámica, que fue producto de cierto lugar y momento histórico, pero el principio sigue siendo interesante a considerar. La prosperidad llegó a Dinamarca porque hubo una serie de pactos sociales entre grupos con diferentes fines y niveles socioeconómicos dispuestos a ceder algunos de sus privilegios en favor de mayor estabilidad, legitimidad y prosperidad. Una lección de un pequeño país para nuestras tierras grandes.

Vicepresidente ejecutivo del Centro Woodrow Wilson

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