La investigación del caso Odebrecht —uno de los mayores escándalos internacionales de corrupción que salpica ya a una decena de gobiernos latinoamericanos y dos africanos— le debe mucho a las investigaciones del juez brasileño Sergio Moro, el mismo que puso en la mira al ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva, a decenas de políticos de todos los partidos y empresarios brasileños.

La historia comenzó en junio de 2015 cuando la fiscalía encargada de investigar la trama corrupta de Petrobras —la famosa operación Lava Jato— arrestó a Marcelo Odebrecht, uno de los empresarios más poderosos de Brasil, al frente de la mayor constructora del continente americano y presente en 28 países del mundo.

Aunque durante varios meses el inculpado se negó a colaborar con la justicia y confesar lo que sabía a cambio de negociar una rebaja a su condena, tuvo finalmente que ceder para evitar que la compañía que fundó su abuelo Norberto Odebrecht en 1944 —crecientemente impedida de presentarse a concursos públicos— viera severamente afectadas sus operaciones en todo el mundo.

La de Odebrecht es una vieja historia en América Latina, e incluso en otras regiones del mundo: la forma perversa, aunque bastante conocida, en que las grandes empresas de infraestructura obtienen contratos y favores de políticos de todo corte ideológico, al inflar precios en la obra pública; una estrategia clásica promovida por élites rapaces que por años se han enriquecido a costa de los recursos públicos. Lo que llama la atención es el tamaño, cinismo y grado de sofisticación con los que la constructora montó un esquema de corrupción y lavado de dinero que, según se ha podido documentar, está cerca de alcanzar los 800 millones de dólares. Una compañía que creó un departamento dedicado específicamente a comprar funcionarios públicos, e incluso compró un banco para disfrazar sus operaciones ilegales, como ocurrió en Antigua y Bermuda.

A lo largo de estos años —no sabemos a ciencia cierta desde cuándo—, Odebrecht financió campañas presidenciales, como al parecer ocurrió con el ex mandatario Ollanta Humala y los presidentes Juan Manuel Santos de Colombia y Michel Temer de Brasil, quien habría aceptado de forma ilegal más de 3 millones de dólares en 2014 en su esfuerzo por llegar a la vicepresidencia, en dupla con la hoy depuesta Dilma Rousseff.

Sin lugar a dudas, el caso Odebrecht impactará la elección presidencial de Brasil el año que viene, en la cual Luiz Inácio Lula da Silva intentará ser nuevamente candidato. Lula no sólo tuvo una relación cercana con esta empresa durante su administración, sino que incluso pesan acusaciones de haber intervenido ante gobiernos extranjeros —especialmente africanos— para que Odebrecht pudiera hacerse de jugosos contratos.

Lula, sin embargo, no es el único político brasileño afectado por el escándalo. La trama corrupta del Lava Jato ha afectado a gran parte de la clase política brasileña, tanto en el gobierno como en la oposición. Se calcula que de los 6 mil 400 millones de dólares desviados por Petrobras (la empresa estatal brasileña), 2 mil 250 millones fueron a parar a Odebrecht.

Brasil encabeza hasta ahora el nivel más alto de operaciones ilícitas de esta empresa en América Latina, pero le siguen la República Dominicana, donde se han documentado cerca de 184 millones en mordidas y Venezuela, con 98. La trama de Odebrecht exhibe un conjunto de historias que demuestran la forma en que funciona la política real en muchos países latinoamericanos.

Una de las más escandalosas es la del ex presidente Alejandro Toledo, hoy prófugo de la justicia, quien aceptó 20 millones de dólares de dinero fresco para otorgar el contrato de la Carretera Interoceánica Sur que enlaza Perú con Brasil.

Se ha dicho que la rapiña de los gobernantes corruptos conspira contra las democracias de la región, y que la corrupción en América Latina es responsable por el creciente descrédito de la democracia. En realidad, el escándalo de Odebrecht pone de manifiesto la decadencia de un modelo político donde el acceso en el poder se vende y se compra como un bien más, el interés público es una entelequia, la democracia una parodia, y donde la política realmente existente se parece más a esa oligarquía plutocrática de la que hablaba Jenofonte, el discípulo de Sócrates, en el siglo V a.C.

Coordinador de asesores de Conapred

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