El año comienza con turbulencia e inestabilidad. No debería sorprendernos y mucho me temo que estas condiciones se prolongarán en el tiempo. Entramos en un nuevo ciclo global que pone en tensión las certezas construidas después de la posguerra y que ofrece riesgos enormes para la democracia y las libertades. Pero también ofrece la oportunidad de construir un nuevo horizonte que permita reducir la desigualdad y ofrecer a cada persona condiciones razonables de tener una vida digna y productiva.

Las condiciones globales inciden necesariamente en el ámbito nacional. Las “fronteras” tradicionales siguen representando la ilusión de que es posible diferenciar entre lo local y lo global, cuando se trata de realidades estrechamente interrelacionadas. Ello no significa que dejen de existir espacios nacionales en los que podemos y debemos incidir para construir mejores condiciones de futuro. Es crucial tener claro que la (re)construcción de las instituciones constituye la condición necesaria para poder tener viabilidad como sociedad. Identifico tres retos inmediatos.

El primero es echar a caminar el sistema nacional anticorrupción. Es una tarea en la que ciudadanos y autoridades tienen responsabilidades compartidas, tanto en las designaciones que aún están pendientes (comité de participación ciudadana, fiscal anticorrupción, magistrados administrativos) como en la operación misma del sistema. El problema es que mientras el conjunto de la clase política y burocrática siga sin entender que de la eficacia de este sistema depende mantener su legitimidad y aún su sobrevivencia no podremos avanzar con la rapidez y contundencia que se requiere. La reciente elección del presidente del Tribunal Federal de Justicia Administrativa es un botón de muestra de lo que tiene que cambiar. Aunque inscrita en la legalidad, los magistrados de ese órgano no interiorizaron el lugar central que tiene esta institución en el sistema anticorrupción, y que por ello debieron haber ido mucho más allá de los requerimientos que le exige su ley orgánica e inyectar a esa decisión una dosis de transparencia y publicidad. Actuar a puerta cerrada implicó manchar el sistema y ello tendrá un enorme costo. Ojalá que el resto de las decisiones corran por una vía distinta.

Un segundo frente está la construcción de la nueva fiscalía general. La autonomía constitucional y la independencia política del procurador no pueden, por sí mismas, resolver los graves problemas de la procuración de justicia. Se trata literalmente de refundar la PGR sobre bases nuevas y respuestas claras a cuestiones tales como cuál debe ser el mandato de la nueva Fiscalía en el marco del sistema acusatorio, a quién le corresponde fijar la política criminal del Estado mexicano, cuáles los contrapesos institucionales a la Fiscalía y cuál el modelo de profesionalización del ministerio público. Éstas y otras preguntas requieren de una respuesta construida con base en información y el diálogo.

El tercero está en el nuevo modelo educativo. Es decir, qué, quién y cómo formaremos a los ciudadanos de este país. El modelo fue objeto de una amplia y sustantiva consulta. Corresponde ahora a las SEP incorporar los resultados de este ejercicio, darle forma definitiva e implementarlo. De ello depende que México tenga un lugar en el mundo del siglo XXI.

Más allá de todo lo anterior, el reto mayor está en reinventar la acción pública, darle una nueva legitimidad a la vida política y reapropiarse del espacio público. La fractura entre la clase política y los ciudadanos es más que evidente. Volver a establecer canales de comunicación y sentar las bases de un nuevo pacto social es quizá el desafío más grande que enfrenta la nación.

Director del CIDE

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