El pasado 20 de junio se conmemoró el Día Internacional del Refugiado. A nivel mundial, la situación contemporánea muestra una aguda crisis. Millones de personas actualmente han tenido que huir y cruzar las fronteras de su país de residencia por temores fundados de persecución, que pudiera poner en riesgo su vida, su libertad o su integridad, a raíz de las guerras o de violaciones masivas de derechos humanos, violencia generalizada o situaciones similares. El ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) publicó el mes pasado un informe en el que se afirma que se ha presentado un aumento de cuando menos 10% en el número de personas refugiadas o desplazadas en todo el mundo, incluyendo nuestro continente.

En México hemos tenido flujos de refugiados en diferentes etapas de nuestra historia reciente. México dio asilo a alrededor de 25 mil españoles, judíos, entre otros, en el contexto de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra Civil Española. Siguieron los americanos del Cono Sur, víctimas de la represión de las dictaduras militares de esa región, que encontraron en México un lugar en donde pudieron rehacer sus vidas. En la década de los 80, por los conflictos armados internos de Centroamérica, y particularmente de Guatemala, México fue país de refugio de más de 45 mil personas.

Las personas refugiadas son siempre migrantes. El refugiado es un migrante porque cruza la frontera hacia un país distinto al de su residencia, pero, a diferencia de otros migrantes no refugiados, lo hace porque huye por temores fundados de persecución; y no porque esté huyendo de la justicia, por haber cometido un delito común, sino porque es perseguido por su raza, religión, convicciones, pertenencia a un grupo social determinado, o por violencia generalizada, conflictos armados o violaciones masivas de derechos humanos. Y es por eso que cuando cruza la frontera sin papeles, ruega no ser devuelto a su lugar de residencia habitual. El refugiado normalmente no sabe que lo es, pero el país receptor tiene que tener autoridades con la sensibilidad suficiente para reconocerlo. El reconocimiento de la condición de refugiado es una obligación del Estado y un derecho del refugiado.

México gozaba de una loable reputación por su larga y noble tradición de asilo. Además, nuestras leyes en esta materia son excelentes. La ley secundaria y la reforma constitucional promovida por la senadora Gabriela Cuevas, que muy pronto obtendrá su declaratoria para poder después ser promulgada, reflejan los más altos estándares internacionales en la materia. Pero no basta que las leyes declaren este derecho, pues como dice el dicho, “obras son amores y no declaraciones”. Es necesario, por obligatorio, que México haga que su Derecho “vigente”, sea Derecho “viviente”.

México recibe miles y miles de personas migrantes, entre las cuales, cada vez en mayor número, se encuentran personas refugiadas. Por la dimensión de la crisis, las autoridades mexicanas deben tener la inventiva para facilitar el acceso al procedimiento de reconocimiento de la condición de persona refugiada, y así dar las protecciones que esa condición exige; por ejemplo, derecho a la libertad física y a la vivienda digna, incluso durante el proceso de reconocimiento. Después, una vez reconocida su condición de refugiada, debe recibir los medios que permitan su integración social. México hoy recibe un gran número de personas migrantes salvadoreñas y hondureñas que en realidad son refugiadas. Lo preocupante es que sólo la mitad de las cerca de 8 mil personas que se prevé que este año soliciten asilo en nuestro país serán reconocidas como refugiadas. Se necesita creatividad y nobleza, como la que México demostró en las décadas de los 30 y 40, 70 y 80, con los españoles, argentinos y chilenos, y guatemaltecos, respectivamente.

Vicepresidente del Comité contra las Desapariciones Forzadas de la ONU.

@CORCUERA

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