Desde que se originó la vida en la Tierra, hace unos 3 mil 500 millones de años, una de sus condiciones intrínsecas y fundamentales es la de ser un proceso que tiene un fin inevitable, esto es, vista desde los casos particulares, la existencia de todo individuo vivo culmina en su propia muerte. 

A partir de los primeros seres unicelulares, la vida en nuestro planeta se transformó y se fue complejizando mediante la acumulación gradual de cambios heredables fijados por selección natural y otros mecanismos evolutivos, hasta desplegarse en la diversidad de especies vivas que hoy vemos. Se estima que los primeros anfibios (descendientes de peces) pisaron tierra firme hace aproximadamente 416 millones de años; que los primeros mamíferos (descendientes de reptiles) surgieron hace 145 millones de años, y que el género Homo, al que pertenece nuestra especie, tiene tan sólo 2 millones de años sobre la Tierra. 

Hace tan sólo 6 millones de años, la línea evolutiva de los seres humanos se separó de la de los chimpancés; de manera que somos una especie relativamente joven, cuya evolución se vio favorecida por el desarrollo de características que ayudaron a nuestra supervivencia y reproducción, y al desarrollo de la inteligencia. Quizá la más importante de ellas es la postura erecta, que resultó altamente beneficiosa en nuestra evolución al liberar las manos. Esto sirvió para mejorar la defensa (huida) de nuestros ancestros ante los depredadores. La postura erecta y el desarrollo del cerebro son dos características que, al presentarse juntas en los mismos individuos, hicieron posible la manufactura y el uso de herramientas, lo que por supuesto tuvo un impacto en su supervivencia y reproducción, y llevó a la selección favorable de dichos organismos y a la fijación en nuestro linaje de ambas propiedades. Cuando el individuo tiene una vida corta, como la tenían nuestros ancestros, las consecuencias negativas de la postura erecta no alcanzan a notarse, pero conforme aumenta la esperanza de vida, nuestra postura genera problemas en la columna, la cadera, las rodillas y los tobillos, ya que estas estructuras se encuentran bajo presión constante y no fueron diseñadas para el uso prolongado. 

El Homo sapiens —junto con los casi 12 millones de especies que se calcula que podrían existir actualmente en nuestro planeta— es el resultado de la perpetuación del linaje de los organismos más aptos, lo que quiere decir que la selección natural favoreció a aquellos individuos que vivieron el tiempo suficiente para transmitir sus genes a la siguiente generación y se reprodujeron exitosamente; preservar la salud de un organismo más allá de sus años reproductivos no fue una prioridad para el proceso evolutivo. El deterioro de la vista y el oído, el desgaste en las articulaciones, el debilitamiento general y la disminución de las capacidades cognitivas son sólo algunos de los síntomas asociados al envejecimiento. 

Como regla general, la selección natural ignora las características que no afectan a la reproducción; de manera que el diseño (sin diseñador) de un organismo complejo como el nuestro conlleva algunas propiedades que resultaron ventajosas en el origen de Homo sapiens, pero tienen consecuencias negativas. Por ejemplo, la preferencia de una alimentación rica en grasas y azúcares que para nuestros ancestros era fundamental para sostener sus actividades en un ambiente en el que, el acceso a los alimentos mediante la caza o la recolección implicaba un gasto energético, significa para nosotros comer más de lo necesario (ahora que contamos con una oferta abundante de alimentos que nos resultan atractivos), lo que nos lleva el desarrollo de enfermedades gravísimas y crónico-degenerativas como la diabetes.

Dada nuestra biología, el envejecimiento y la muerte son inevitables. Sin embargo, como seres humanos tenemos la ventaja de ser capaces de reflexionar sobre nuestra propia naturaleza y actuar en consecuencia. 

A medida que la esperanza de vida aumenta año con año, es imperativo comprender la manera en que nuestro cuerpo se deteriora; ya que si bien, somos seres finitos y mortales, entender los mecanismos del envejecimiento es fundamental para desarrollar nuevas técnicas y terapias que mejoren la calidad de vida de los adultos mayores y eviten sufrimientos innecesarios en la última etapa de nuestras vidas.

Directora de la Facultad de Ciencias de la UNAM

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