Cuando el Senado de la República aprobó la reforma al Artículo 122 Constitucional para reconocer derechos —durante largo tiempo conculcados— a los habitantes de la capital, algunos legisladores calificaron este hecho como histórico, lo que es cierto. Cualesquiera que sean los avatares del proceso, éste ha entrado en una fase definitiva pero todavía no ha concluido, lo que significa que se ha ganado una batalla crucial pero aún no la guerra.

Las etapas que tenemos por delante son arduas y complejas. En primer término, la aprobación de esta reforma por la mayoría de las legislaturas de los estados, avalada hasta ahora sólo por el Estado de México y Tabasco; la elaboración del proyecto de Constitución a cargo del gobierno de la ciudad, en el que habrán de participar especialistas y organizaciones sociales, así como la propia Asamblea Legislativa; en seguida la elección y designación de los miembros de la Asamblea Constituyente; después el debate sobre los contenidos de la iniciativa, que incluye el de las enmiendas y reformas. Finalmente, la decisión del Constituyente de someter el texto al voto directo de los ciudadanos.

Muchas de las críticas surgidas contra la “Constitución” de la ciudad carecen de fundamento por la simple razón de que ésta no existe todavía. Parten del supuesto de que los dados están cargados y no hay modo de enderezar el proceso. Algunas de estas opiniones pueden servir como advertencia para no incurrir en errores anunciados y alentar tanto el debate público como la movilización ciudadana que acompañarán a todas las etapas del proceso.

Ciertas afirmaciones debieran ser rebatidas desde ahora, sobre todo las de carácter meramente nominativo o cuantitativo. Hay quien afirma, por ejemplo, que el nombre “Ciudad de México” es espurio, ya que no hay ningún documento histórico que así lo consagre. Nada más lejano a la verdad, ya que desde la fundación de la ciudad, en julio de 1523, se le designó Ciudad de México-Tenochtitlán. A lo largo de su penoso transcurso en el México independiente, en numerosos textos constitucionales y legales, figura con ese nombre.

Para otros, el nuevo estatuto de la ciudad adolece de “rarezas”, pues no se acomoda mecánicamente a la condición jurídica de los estados. Ignoran que esa singularidad se pretendía habida cuenta de la naturaleza de la capital. Censuran el número de artículos de la Constitución que se modifican para igualar a la Ciudad de México con las demás entidades federativas. Necesidad que nos impone el trato jurídico inequitativo que hemos padecido, amparado en una mañosa técnica constitucional.

Otras objeciones son de mayor envergadura, como la de senadores del PAN que la consideran un agravio al federalismo, cuando significa lo contrario: un detonador para que los estados emprendan procesos similares. Han sido ya refutados con sobra de argumentos, que la Ciudad de México no recibirá un trato preferencial, sino el derivado de los servicios que presta a las autoridades federales. Lo mismo pediríamos para cualquier ciudad del país a la que se trasladasen los Poderes de la Unión, según está previsto en la Constitución.

Los congresos estatales no han usado la facultad de iniciar reformas constitucionales y la última Convención Nacional Fiscal ocurrió en 1947. Hace algunos años, en Chilpancingo, llamé al Congreso estatal para que, con motivo del bicentenario de la Constitución de Apatzingán, convocara a las legislaturas locales para presentar un proyecto de Constitución federalista. Nada ocurrió y no podrían entonces reprocharnos otras entidades por intentar lo que ellos no han querido hacer.

Las afirmaciones más especiosas arguyen que la reforma es “anticlimática”, costosa y finalmente inútil. Se supone que contrasta con la realidad cotidiana. Desacreditan además, el intento de una nueva Constitución para el país y aseguran que las leyes no cambian la realidad. Niegan, en suma, el sentido mismo de los sistemas democráticos, que consiste en regir a la sociedad conforme a un Estado de derecho correspondiente a sus aspiraciones y necesidades.

Estas voces son un llamado a quienes tienen la responsabilidad de conformar la Asamblea Constituyente a fin de hacer a un lado la partidocracia y abrir el proceso en todas sus instancias y representaciones a la participación activa de la sociedad civil. Ese es el verdadero compromiso.

Comisionado para la reforma política del Distrito Federal

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