A Juan Molinar, por una vieja amistad. 

En un sistema donde los partidos, pese a sus rivalidades y pugnas por el poder, han pactado privilegios, abusos diversos e intercambio de impunidades, el voto por ellos se traduce en nuevo “gas”, autorización renovada para que continúen como van sin mayores cambios. El problema no es por tanto si tal candidato “parece” un poco mejor que otros, si ya declaró o se comprometió a tal cosa o si tiene grados académicos. Los mejores candidatos (o los “menos peores”) ¿a quiénes tomarán en cuenta a la hora de decidir: al elector o a sus jefes de bancada? El problema es sistémico; de reglas e incentivos.

El partido hegemónico dio lugar no a una democracia representativa eficaz, como se esperaba, sino a una partidocracia que heredó parte de los vicios de aquella hegemonía; corrupción, impunidad, privilegios y ausencia de rendición de cuentas. Es en ese sentido en que muchos los vemos esencialmente iguales, aunque presenten diferencias programáticas o ideológicas (a las que ellos tampoco parecen dar mucha importancia, al coligarse sin tapujos todos con todos en distintos puntos). Los partidos actúan así porque saben que en conjunto tienen asegurado un monto suficiente de legitimidad emanada de las urnas. Si entre 40% y 45% de la ciudadanía votará por ellos hagan lo que hagan —el voto duro partidocrático—, tienen autorización para continuar por la ruta actual. Este “voto partidocrático” no sólo está formado por los electores duros de cada partido, sino también por quienes votan por un partido u otro, o quieren ejercer su voto de castigo a unos premiando automáticamente a otros, o quienes sufragan por el “menos malo” por “deber cívico”. Es la mentalidad que justo necesita la partidocracia para seguir campante en su atraco al erario. Me recuerda la “dictadura perfecta” de Vargas Llosa, pero adaptada a la pluralidad y alternancia que ya tenemos, y que no se tradujo en rendición de cuentas ni límites eficaces a la corrupción ni el fin da la impunidad.

La cultura partidocrática de muchos ciudadanos viene de la misma fuente que permitió al régimen hegemónico sobrevivir por setenta años. La partidocracia mexicana se ha adaptado y beneficiado muy bien de esa misma mentalidad tradicional, además de contar con varios defensores interesados (como los tenía el PRI hegemónico). El voto duro partidocrático hará prevalecer la impunidad electoral de los partidos. Recordaba hace poco Javier Tello la teoría de Albert Hirschman sobre las condiciones para que una democracia avance y evolucione sin perder su estabilidad; un equilibrio entre quienes sostienen acríticamente —o casi— a la clase política, y quienes por la vía institucional protestan, exigen, cuestionan, presionan. Si sólo hay de los segundos el régimen se cae, pero si sólo hay de los primeros se estanca y desvirtúa. Esto se aplicaría ahora, por un lado, a los votantes por algún partido, y por otro a los que presionan anulando el voto —los abstencionistas no apoyan pero tampoco presionan—.

Si sólo hubiera votos nulos se generaría una situación de crisis sistémica, como la que pinta José Saramago en su Ensayo sobre la lucidez, donde el cien por cien anuló su voto provocando un terremoto político. Pero si sólo existieran votantes partidarios —como ocurre desde hace años— entonces no habría ningún incentivo para mejorar, reformar y corregir una democracia ineficaz y de baja calidad. Hoy por hoy, hay suficientes votos partidistas para garantizar estabilidad y continuidad: al menos un piso de 40% (el voto duro partidocrático); pero muy pocos de los que presionan a la partidocracia: 6% de voto nulo, hace seis años. Prevalece por tanto la continuidad sobre el cambio y la evolución. La “partidocracia perfecta” se las ha ingeniado para que se impongan claramente los primeros sobre los segundos, reduciendo así la exigencia a cambios que no convienen a los partidos (pregunten en Nuevo León). Mientras el apoyo (voto partidista) no se equilibre en cierta medida con la exigencia, la protesta y la presión (voto nulo), tendremos partidocracia para rato, con sus abusos, privilegios e impunidades.

Profesor del CIDE

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