Otro Breaking Bad. El próximo martes termina una de las series televisivas de mayor rating en su género, con mayores cargas de mala sangre, angustia, temor, histrionismo barato y sobreactuaciones ofensivas, seguidas de reacciones atemorizantes de turbas que corean y aclaman al peor de los personajes. Los próximos seis días mantendrán al mundo en suspenso, episodio tras episodio, en espera de la difusión del desenlace. Este final despierta ya más expectativas que las que en su momento pudieron alentar los de Los Soprano o de Lost. Y por supuesto que nadie espera ahora uno de la calidad del celebrado remate de The Wire.

Pero ni el atractivo morboso que pueda llegar a tener la todavía no vislumbrada conclusión de House of Cards podría aspirar a competir con la capacidad de convocatoria a que apunta la emisión nocturna de este ocho de noviembre. Y es que, en su vertiginosa ruta hacia su punto más alto de excitación planetaria, la serie que culmina el martes reúne todos los ingredientes de éxito propuestos por Jordi Costa, un analista de tele, cine, cómics y otros productos de la cultura popular.

Este especialista encuentra en el actual auge de las teleseries la construcción de personajes irredimibles, hombres irreparables, que en Babelia del sábado identifica con el oscuro e inquietante ‘Walter White’ de Breaking Bad. Pero esos calificativos de irredimible e irreparable podrían describir también a su manera a Donald Trump. Claro, en una versión grotesca, muy distante, por supuesto, de los matices y la complejidad del fabricante de drogas y profesor de química de una high school de Nuevo México.

Mundo en vilo. Trump es, por supuesto, uno de los dos personajes centrales que llenará las pantallas de tele, las tabletas, las compus y los celulares del mundo en las emisiones finales de la serie de pesadilla que acabará entre la noche de este martes y, previsiblemente, las primeras horas del miércoles. Será una larga jornada electoral, que decidirá la Presidencia de Estados Unidos, tras el conteo de los votos, los previsibles litigios y los rebotes en la política y los mercados mundiales al día siguiente.

Y quienes han seguido esta saga de año y medio que va de las campañas para las elecciones primarias a las que concluirán con la elección constitucional, podrían encontrar en la narrativa noticiosa de los medios sobre estas batallas la repetición del modelo de relato que el mismo Jordi Costa encuentra en las series más adictivas. Esto es, un “sostenido trenzado de crisis”, una tras otra. La más reciente, la provocada por el director del FBI contra la campaña de Hillary Clinton.

El resultado es la percepción de un estado de “suspensión permanente” de los procesos en curso: un mundo en vilo. La constante es la interrupción de la normalidad hasta ahora conocida, que hace de lo disruptivo la nueva normalidad. Ello, en correspondencia con un “tiempo fracturado y amoral”, según el análisis del propio Costa para las series.

Infierno y cielo (improbable). En efecto, es un tiempo fracturado y amoral que irrumpe lo mismo en las series que en las noticias de hoy con una asombrosa continuidad, al grado de que el retraso en el estreno de la sexta temporada de Homeland, hasta enero próximo, se debe a la decisión de sus productores de asociar el resultado de la elección del martes con los nuevos episodios de la trama paranoica de amenazas internas y externas a la seguridad estadounidense de la serie (y de la campaña).

A diferencia del vacío que afecta al adicto al finalizar una serie, esta vez extrañaremos los desvaríos televisivos de Trump y los ganchos de Clinton, pero no porque nos vayan a hacer falta, sino por el horror de su anunciada continuidad y materialización en el plano real. Sea en el infierno tan temido de la situación límite de un triunfo de Trump o en el improbable cielo prometido del triunfo de una exponente estándar del poder imperial, con su arrogancia, intervencionismo y proteccionismo peligrosamente estandarizados.

Director general del Fondo de Cultura Económica

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