Autodestrucción. Ya se sabe que los viajes ilustran, pero también aleccionan. Y de lo más aleccionador resulta comprobar en el curso de unos días en España el contraste entre la actitud de editores, escritores y académicos europeos, atraídos por las condiciones de México para realizar proyectos relacionados con la industria editorial y la investigación universitaria, y, por otro lado, el re gusto de algunos extranjeros y no pocos mexicanos por describir al país como un sitio irrespirable.

Una clave aparece en la cabeza del artículo de Ginger Thompson en el New York Times de ayer: El problema de autoimagen de México, aunque no en su argumentación. Porque Ginger, una bien recordada corresponsal en nuestro país en la década de los 90 del siglo pasado, se sorprende de que algunos de sus interlocutores mexicanos de hoy estén más preocupados por el daño de la campaña de Donald Trump a la imagen de México, que por el daño “autoinfligido”, dice, a la imagen de los mexicanos, resultante del informe del grupo de especialistas de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre el caso de los normalistas de Ayotzinapa desaparecidos en Iguala.

No parece haber duda del daño provocado por este caso a la imagen de las instituciones de investigación de los delitos del país, una imagen que de por sí no resultaba ejemplar antes de aquella tragedia. Son seculares los déficits de los sistemas de procuración e impartición de justicia, y, en general, de las condiciones del Estado de derecho en México. Pero tampoco debería quedar duda de que el enturbiamiento de las investigaciones de estos inaceptables crímenes han pasado lo mismo por intereses y causas relacionadas con las luchas por el poder político que por incapacidades, torpezas y no improbables excesos y conductas dolosas de los diversos cuerpos policiales involucrados.

Expectativas en conflicto. Lo que no debería dejar duda es que los daños a la imagen de México de esta semana no fueron exactamente “autoinfligidos”, sino propinados por agentes exógenos (el grupo de especialistas del sistema interamericano) a través de una muy profesional estrategia de comunicación, especialmente concertada de acuerdo a los objetivos del grupo y a los requerimientos de los medios internacionales involucrados. Ello, en desigual competencia con las pobres estrategias de comunicación de las instituciones mexicanas, que, al lado de los problemas sustantivos y operativos de sus cuerpos policiales, no se han distinguido por contar con un instrumental comunicativo eficaz para la gestión de las crisis a las que frecuentemente se enfrentan.

Quedará como materia de análisis y debate la decisión del gobierno mexicano de haber invitado a un grupo de expertos del extranjero cuyas cartas de presentación, como lo recuerda Ginger Thompson, incluían haber dirigido persecuciones a altos militares colombianos e investigaciones encaminadas a deponer a un presidente guatemalteco, sin advertir las expectativas en conflicto que tales credenciales despertarían en la investigación de los crímenes de Iguala. Para el sistema de justicia de México, llamar al grupo de expertos suponía someter sus investigaciones a la prueba del ácido de un sínodo con esos antecedentes. Mientras, para los miembros del grupo, acudir al país ofrecía una oportunidad de oro para acrecentar sus activos como campeones de la legalidad y los derechos humanos en el continente, a costa del gobierno investigado.

Tres vías. Llegados a este punto, hay tres vías para abordar el informe del fin de semana. La más constructiva invitaría a profundizar en la tarea de corregir nuestras ciertamente viciadas instituciones policiales y de justicia. Pero están también las otras vías extremas, a cual más de autodestructivas: hacernos pasar por víctimas de un acto de agresión intervencionista de los expertos, en complicidad con los medios, o regodearnos con una acción que reafirma nuestras pulsiones a la autodenigración y a la autoflagelación nacionales.

Director general del Fondo de Cultura Económica

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