A diario suceden tantos eventos en México, que es difícil identificar cuáles constituyen los motivos esenciales de la insatisfacción de los mexicanos con el estado de las cosas. Se vive una situación entrópica, donde muchos eventos concurren de manera desordenada para constituir la “realidad nacional”.

Desde Ayotzinapa han emergido múltiples reflexiones al respecto. La conclusión más robusta a la que he llegado es que la percepción dominante entre los mexicanos es que viven en un estado de impunidad que los agravia, los enoja, y los revela contra el status quo político. Es un sentimiento similar al derivado de la falta del imperio de la Ley, de que ésta no se aplique a todos por igual.

Algunos de los efectos y manifestaciones de la impunidad son la corrupción extendida, la precariedad fiscal (gasto e inversión públicos insuficientes porque los ingresos tributarios no alcanzan), y la amplitud y crudeza de la violencia. Millones de personas que incurren en violencia, evasión y corrupción quedan impunes. Los otros mexicanos quedan atónitos, agraviados y enojados por eso.

La literatura especializada y la observación casual han identificado algunas causas de esa impunidad. Primera, la desigualdad social, que permite mayor impunidad en ciertos segmentos sociales. La percepción dominante es que, por lo general, los grupos de mayores ingresos quedan más impunes cuando violan la ley. Segunda, la informalidad, que con impunidad absoluta viola muchas reglas, se apropia de bienes públicos, no paga impuestos, entre otras cosas, y que en México representa 58% de la población (ENOE 2014). En ese contexto de desigualdad e informalidad resulta fútil la patética réplica de Sedesol a los señalamientos de Coneval. Tercera, las penas o sanciones exiguas y, sobre todo, la bajísima probabilidad de que una persona que delinca resulte condenada por culpable: 2%.

Cuarta, la frágil capacidad de investigación del Estado, de sus policías, ministerios públicos y tribunales. Ésta da lugar a una impunidad en los hechos, que se retroalimenta con la de Derecho, debido a las grandes deficiencias de la ley. Y por último, quinta, el ejemplo negativo que las élites y liderazgos políticos, económicos, intelectuales y mediáticos exhiben frente al resto de la sociedad. El ciudadano común y corriente observa todos los días ejemplos de cómo las élites mexicanas cometen acciones contrarias a Derecho y quedan impunes.

Si bien los intentos para medir la impunidad son susceptibles de mejora, permiten comparar la situación de México con la de otros países. Conforme al Índice Global de Impunidad, generado por la Universidad de las Américas, de los 59 países comparados, México se ubica en el penúltimo lugar, seguido sólo de Filipinas, y en la vecindad de Colombia (3), Turquía (4), y Rusia (5). En contraste, en el otro extremo se ubican Suecia (51), Noruega (49), y Dinamarca (48). Una de las principales deficiencias de estas mediciones es el efecto de la denominada “cifra negra”, el porcentaje de delitos que no se registran porque no se denuncian y, en consecuencia, la mayoría quedan impunes. Por desgracia, en México la cifra negra es muy alta: 93.8%.

La impunidad también refleja las deficiencias del poder judicial y la complacencia e incluso complicidad de la sociedad. En México, la desigualdad de acceso a la justicia es trágica.

El sentimiento de agravio de los mexicanos por la impunidad no sólo responde a lo que se hace y no se castiga, sino también a lo que no se hace debiendo hacerse, y no se castiga. Esto aplica de manera subrayada a los servidores públicos, con un efecto que socava la confianza de la ciudadanía hacia el gobierno. Algo parecido sucede con la impunidad de los arrogantes, sean funcionarios, empresarios, u otras figuras públicas.

¿Podrá salir México adelante de esta encrucijada donde la situación predominante es la impunidad y la excepción que prevalezca la ley y exista sanción? ¿Lo podrá hacer la administración actual?

Economista

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses