Tengo miedo de ver el noticiero en la noche, y miedo al abrir el periódico en la mañana, son malas noticias todas: la amenaza Donald Trump, el aumento de los homicidios en nuestro país y la pobreza; la impunidad con la cual mal llamados “maestros” toman como rehenes a la población y a la economía; la miseria y la violencia que empuja a los centroamericanos al exilio, la represión en Turquía, y la multiplicación de los crímenes cometidos por los “guerreros del Califato.”

En Turquía el presidente Erdogan aprovecha un extraño, por no decir sospechoso, golpe de Estado, para realizar su propio golpe de Estado: más de 60 mil funcionarios destituidos, entre los cuales 20 mil son profesores de los tres niveles y 3 mil jueces. Su ministro de Cultura confirma que el poder tenía preparada, desde hace meses, la lista de personas que había que “apartar un día u otro del sistema social y político. Dieron (los militares) el golpe porque entendieron que íbamos a hacer una limpieza”. Confesión no pedida, relevo de prueba. Todos los que se oponían a la deriva autoritaria del “sistema Erdogan”, jueces, universitarios, periodistas son víctimas de una represión desmesurada. Nomás falta prohibir el partido kurdo para que Erdogan pueda hacer su reforma constitucional y conseguir un poder absoluto y, quizá, vitalicio. Su islamismo lo ha llevado a transformar antiguas iglesias cristianas en mezquitas y no tardará en hacerlo con Santa Sofía de Estambul. Durante el Ramadán, el templo (museo desde Ataturk) ha sido por primera vez escenario de una lectura diaria y televisada del Corán.

En Francia, poco después de la matanza masiva perpetrada en Niza por un “guerrero del Califato”, otros dos de esos asesinos, degollaron en el altar a un viejo sacerdote que celebraba la misa. Degollar es el gesto ritual para matar a los animales que se ofrecen en sacrificio a la divinidad. De acuerdo, hay que distinguir entre islam e islam para no caer en la trampa del Califato, que busca provocar en Europa la guerra entre “cruzados”, los europeos cristianos o supuestamente tales, y “creyentes” musulmanes.

La Iglesia católica tiene una visión muy optimista del problema. Así el Papa Francisco, en su mensaje Evangelium gaudium del 26 de noviembre de 2013, repite lo dicho por el Concilio: “La relación con los creyentes del islam toma en nuestra época una gran importancia. Están especialmente presentes en muchos países de tradición cristiana, en donde pueden celebrar libremente su culto y vivir integrados en la sociedad. No hay que olvidar que profesan tener la fe de Abraham, adoran con nosotros el Dios único, misericordioso, futuro juez de los hombres en el último día. Los escritos sagrados del islam guardan parte de las enseñanzas cristianas; Jesucristo y María son el objeto de una profunda veneración y es admirable ver como jóvenes y ancianos, hombres y mujeres del islam son capaces de dedicar cada día tiempo para la oración y participar fielmente a sus ritos religiosos. (…) Frente a los episodios de fundamentalismo violento que nos inquietan, el afecto hacia los verdaderos creyentes del islam debe llevarnos a evitar odiosas generalizaciones porque el verdadero islam y una interpretación correcta del Corán se oponen a toda violencia”.

Excelente exhortación final, pero el Papa repite los errores del Concilio. Cuando pide la reciprocidad, a saber que los cristianos en tierra del islam gocen de la misma libertad religiosa que los musulmanes en Europa y América, ignora que es imposible. Uno de los deberes fundamentales de los “creyentes” es extender el territorio del Dar el Islam, en el cual reina la ley contra el Dar al Harb, territorio de guerra (santa), el nuestro. ¿Cómo acordar la libertad a una religión rebasada y despreciada? a unos cristianos culpables de shirk, pecado imperdonable que consiste en dar a Dios unos “asociados”: el islam concibe a la Trinidad cristiana como politeísmo.

Investigador del CIDE

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