A unque entre los antiguos griegos la poesía no prescindía de aquello que provoca la comida y la bebida, recuerdan García Gual, Martínez Hernández y Lledó Iñigo, resulta “lícito afirmar que con el Banquete Platón inaugura un tipo de literatura”. Desde entonces, ese género no ha dejado de sucederse. A veces, como en La cocina cristiana de occidente de Alvaro Cunqueiro, la comida y su historia se convierten en evocaciones placenteras. A veces, como en La Mafia se sienta a la mesa de Jacques Kermoal y Martine Bartolomei, revela el origen de ciertos modales como el de mantener las manos visiblemente sobre la mesa o el de ciertos proverbios como “la venganza es un plato que se come frío”. A veces, como en El barón rampante de Italo Calvino, se convierte en el principio de la trama. A veces, como en El festín de Babette de Isak Dinesen, que Gabriel Axel hizo película, una cena importa un rito, un acontecimiento y un agradecimiento generoso; no por azar, una cena en Jerusalén marca uno de los hitos de la historia.

Luis Buñuel, que en El discreto encanto de la burguesía filmó el intento de un grupo de amigos por cenar, confesaba que entre los textos que admiraba definitivamente se hallaba el “Exemplo XI. De lo que contesçio a un dean de Santiago con don Yllan, el Grand Maestro de Toledo” de El conde Lucanor del infante don Juan Manuel, en el cual la nigromancia vislumbra el devenir en lo que se dispone que haya perdices para la cena y se ordena que se asen. Puede inferirse que también a Borges lo cautivaba, pues lo recreó en “El brujo postergado” de Historia universal de la infamia, aunque sostenía que se había derivado de un libro árabe: Las cuarenta mañanas y las cuarenta noches.

Alberto Manguel refiere que “a Borges le apasionaba charlar, y a la hora de comer solía elegir lo que él llamaba ‘un plato circunspecto’, arroz o pastas con manteca y queso, para que la actividad de comer no lo distrajese de la de hablar”. Sin embargo, los suspicaces no han dejado de señalar reiteradamente que una de las frases que más se repiten en el diario de Adolfo Bioy Casares consiste en “come en casa Borges”. Manguel recuerda la casa de Bioy y Silvina Ocampo como “un departamento espacioso que ofrece la visión de un parque. Desde hace décadas, Borges pasa varias tardes por semana en este departamento. La comida es horrible (verdura hervida y, de postre, dulce de leche), pero Borges no se da cuenta”.

También Edwin Williamson ha reparado en esas comidas consuetudinarias. “Cada jueves”, escribió en su biografía de Borges, “Silvina y Adolfito ofrecían una velada para sus amigos literarios, en su mayor parte escritores que habían participado en Destiempo y desde entonces habían gravitado hacia Sur. De vez en cuando les pedían a uno o dos de sus invitados que se unieran a ellos para cenar con Borges, lo que no era muy atrayente desde un punto de vista culinario, al parecer: los anfitriones no se distinguían por el esplendor de su mesa: la cena podía consistir en unas pocas tiras de carne asada acompañadas de agua (los Bioy eran abstemios) o si no algún plato improvisado por Silvina de lo que pudiera haber encontrado en el refrigerador esa noche. El auténtico placer era ver a Borges bajar la guardia en esas reuniones y aparecer tal como era: amable, ingenioso, cargado de chismes maliciosos, e inventivo en los juegos que ideaba para poner a prueba la amplitud y profundidad de las lecturas de sus amigos”.

Esas comidas propiciaron conversaciones, juegos y el cultivo de una amistad que derivó, entre otras cosas, en la invención de escritores como H. Bustos Domecq y B. Suárez Lynch, y de un género lúdico que parodia el ensayo, ciertas teorías, ciertos comportamientos dizque literarios, ciertas formas de pretender la posteridad. De una manera natural también incitaron la creación de antologías como una del cuento policial, una de literatura fantástica, una de Cuentos breves y extraordianrios, El libro del Cielo y del Infierno, que corroboran que la figura esencial de la literatura es el lector.

Paradójicamente Borges, que, según el diario de Bioy, aborrecía “las comilonas”, recibió una en desagravio cuando los jueces Alvaro Melián Lafinur, Roberto Giusti y Eduardo Mallea le negaron a El jardín de senderos que se bifurcan uno de los tres Premios Nacionales de Literatura que organizaba cada tres años la Comisión de Cultura por ser “una obra exótica y de decadencia” que seguía “ciertas desviadas tendencias de la literatura inglesa contemporánea”, entre “el cuento fantástico, la jactanciosa erudición y la narración recóndita”; se trataba, según ellos, de una “literatura deshumanizada, un juego cerebral oscuro y arbitrario”.

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