Woody Allen dijo alguna vez que para que una película sea existosa, ésta tiene que llevar a buen fin una idea original; esa idea original es el resultado de un guión con una buena dosis de singularidad y la visión personalísima de un director; llevado todo a buen fin con unas buenas actuaciones y el presupuesto suficiente. Si bien ese éxito esperado no es el resultado de la buena suerte, queda siempre la expectativa de cuál será la opinión de los espectadores. Ha habido, sin embargo, una y otra vez “ideas originales” que resultan en tremendos fracasos a la hora de cobrar las regalías en la taquilla. Waterworld (extrañamente bien traducida al castellano como Mundo Acuático), una película que iba a costar originalmente 60 millones, acabó costando poco más de 175 (algo así como la Estela de Luz, pero no tan peor), con base en lo que recaudó al final —unos 250 millones— y el tiempo invertido, es considerada como el mayor fracaso en la historia del cine; Catwoman, con Halle Berry y un presupuesto de 100 millones de dólares (que al final ni siquiera se recuperaron), es la segunda en el top tres de esa vergonzosa lista; la tercera (que creo ni siquiera se estrenó por estos rumbos) es Battlefield: Earth, con John Travolta, que recaudó apenas una cuarta parte de lo que costó. En la primera, un presupuesto que se multiplicó sin esperarlo y la reescritura del guión más de una treintena de veces contribuyeron a su fracaso; la terrible adaptación del personaje del cómic y la no menos terrible actuación de la protagonista fueron las causas de la segunda; en el caso de la última no había por dónde, tan es así que el guionista se disculpó por ese trabajo 10 años después. El tufo por el fracaso en estos ejemplos se podía oler antes de los estrenos, pero no siempre las cosas están tan claras; el mismo Woody, y casi cualquier director respetable, ha tenido su muertito.

Uno puede pensar que esto es parte del encanto del cine, buscar la aceptación del espectador a través de un trabajo que no deja de ser hasta cierto punto especulativo. Hollywood no piensa igual, las películas son, sobre todo, un negocio que busca una buena remuneración, y entre menos riesgos se corran, mejor. Y ya que los riesgos están ahí a pesar de buenos guiones, directores, actores, presupuesto y marketing, hay que buscar los resultados de manera inversa: conociendo de antemano la respuesta del espectador. Algo así es lo que se está buscando a través de la tecnología.

Y es que apenas hace unos meses, en el marco del estreno de The Revenant, Fox experimentó, en el prelanzamiento de la cinta, la respuesta del público a través de unas bandas cuantificadoras —tipo Fitbit— para medir las reacciones a nivel fisiológico de la audiencia en cinco ciudades de los Estados Unidos; con esto, aseguran, pueden saber en que momentos la película tiene fallos. No confían pues en los cuestionarios o las opiniones de los expertos; hay que entrar, literalmente, en los procesos del cuerpo para aspirar al éxito en la taquilla. Buscar la perfección a través de estos métodos es para muchos en la industria del cine una bendición; para otros un truco que le restaría encanto al séptimo arte y lo volvería una receta, un producto prefabricado, tramposo cuyos méritos estarían cada vez más en el algoritmo y menos en las ideas y la creatividad.

@Lacevos

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