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La primera vez que di clases fue en 1970 en una escuela secundaria para niñas que aún se llama “Manuela Cataño”, aún radica en la calle Matamoros, en Tlalpan, y aún gobierna la Congregación de la Divina Infantita.
Yo tenía veinte años, y apenas uno en la Ciudad de México, acomodándome en rincones de casas de parientes y amigos hospitalarios, como la de Huberto Batis, cuya casa estaba en la misma calle que la Divina Infantita. Un día, al pasar frente a esa escuela vi un letrero solicitando un maestro de español urgente. Me recibió una monja dotada por natura de unos cachetes de chocolate formidablemente esponjados. No escondió sus reservas, pues yo estaba apenas en el tercer año de la carrera y mi falta de corbata se compensaba con una nutrida melena (que no tardaría en darse a la fuga).
La entrevista viraba rumbo al cataclismo cuando la monja, más presionada por su
urgencia que por mis calificaciones, optó por jugársela con un examen único de habilidades: me retó a que dijese el “Magnificat”, aquella oración de la Virgen María que amaba Lezama Lima y que procedí a recitar en latín y español —educado como fui por gente católica— con una beatitud melodramática inspirada por el hambre. Al día siguiente estaba frente a un grupo de treinta quinceañeras cuchicheantes explicándoles el sujeto, el verbo y el predicado.
Un año más tarde, Germán Dehesa me dijo que iba a dejar las clases que daba en una preparatoria de maristas llamada Centro Universitario México (CUM) y que podía recomendarme como suplente. El mero mero —un hermano apellidado Flores Meyer que se sabía de memoria los nombres y los teléfonos de sus mil alumnos— también obvió mi carencia de título, me puso a prueba un par de meses y acabó dándome la chamba. Tenía que dar siete horas diarias de clase, de ocho a tres y de lunes a viernes. Salía arrastrándome a la universidad para tomar clase a las cuatro.
Yo no era muy ortodoxo y me negué en el CUM a enseñarle a mis alumnos a odiar la lectura, que era obviamente el propósito de los “programas de estudio”, verdaderos manuales de tedio militante cuya aspiración se limitaba a que los alumnos memorizasen nombres y fechas y cacareasen un atado de banalidades. Preferí ponerles lecturas interesantes, azuzar su curiosidad hacia el lenguaje, la imaginación, la historia, y funcionó bastante bien.
Hasta que ocurrió algo perdurablemente triste: un alumno del tercer grado se suicidó una nochebuena frente a su padre. En su mensaje final citó la “Carta al padre” de Kafka y como La metamorfosis había sido uno de los libros que leímos en clase, el hombre aquel decidió culparme. Y se acabó el CUM. Busqué dar clases donde fuera, y acabé en la Escuela Bancaria y Comercial, en Paseo de la Reforma, enseñándoles sujeto, verbo y predicado a las muchachas que querían ser secretarias.
Yo estudiaba en la Ibero, pues la UNAM no había reconocido mis estudios previos en el TEC. Tuve ahí muy buenos maestros (Batis, José Moreno de Alba, Noé Jitrik) y además me metía a cursos que me interesaban en la UNAM y en El Colegio de México, aunque no me dieran papelito. Y como la Ibero me daba media beca, comencé a pagarla dando clases, ahora en licenciatura, tanto en letras como en una cosa que se llamaba “comunicación”.
Luego comencé el posgrado en la UNAM y también comencé a dar clases ahí, en Filosofía y Letras, creo que en calidad de suplente de Juan José Arreola, a quien nunca vi y que nunca iba. Y luego di clases en el posgrado, y en El Colegio de México y en el ITAM y… en fin.
Aunque hace tiempo sólo imparto clases a los valientes que osan ponerme como director de tesis (que no son muchos), reparo en que este día del maestro cumplo cuarenta y cinco de serlo y que, a lo largo de esos años paquidermos, lo habré sido de dos o tres millares
de personas.
Supongo que para algunos fui nomás sujeto, verbo y predicado; y supongo que otros continuarán leyendo libros.
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