“Dulcinea del Toboso es quien es”, resume don Quijote con ese clase de certidumbre religiosa propia de quienes no le ven sentido a la necesidad (ni a la condena) de explicarse. Y si insiste usted en explicaciones –parecería decir— pues deja en claro que ni merece saber quién es y que de muy poco le serviría saberlo.

Y sin embargo, una vasta parcela de la efervescente imaginación de don Quijote gira alrededor de su necesidad de saber quién es Dulcinea pero, aún con mayor urgencia, saber qué es. Alguna vez, en mis tropelías de cervantista amateur, quise precisar la naturaleza de ese deseo, y me encantó que don Quijote lo apretara en la frase inmemorial, “es mi corazón”.

Es obvio desde el principio que Dulcinea es esencialmente una idea preconcebida, un acto de fe en la teología de don Quijote. Un resumen aportado por él —que a duras penas pasaría sin mella entre los pesos y balanzas
de la corrección política— propone que la
Dama sea “hermosa sin tacha, grave sin soberbia, amorosa con honestidad, agradecida por cortés, cortés por bien criada y, finalmente, alta por linaje”. Una niña linda, buena y
virtuosa, de buenas familias e intachable
pedigrí, pues.

Don Quijote palomea los atributos de Dulcinea, claro está, de acuerdo al manual del caballero andante que apretaba ingredientes previos: lo mismo las virtudes de la virgen María que los códigos de la tradición trovadoresca, a su vez empapelados de la divinización de la feminidad exaltada por Dante, Petrarca y los neoplatónicos. La mujer como intermediaria de la divinidad y divinidad ella misma, la que “es la causa de todo”.

La fe en “la dulce señora” lleva al Quijote a nombrarla Dulcinea. Es conmovedor que, en su búsqueda de un nombre “que no desdijese mucho del suyo”, es decir, Quijote. Dulcinea, con su largo diptongo coqueto, tiene en la fonética “ea” una feminidad que realza el masculino “ote” de su caballero. Lo dulce de Dulcinea también le agrega un valor divino, pues “dulce” es adjetivo privilegiado por los adoradores de María y, con ella y en ella, de muchas glucoladas diosas arcaicas. De ahí que, cada vez que don Quijote se prepara para entrar en desigual combate, alce los ojos al cielo y “ponga el pensamiento” en su Señora.

Pero además de morar en el cielo, Dulcinea gobierna como “emperatriz” en la Tierra, donde “bien te puedes llamar la más dichosa” y donde está considerada “sobre las bellas bella”. Como se aprecia en el diálogo con los mercaderes toledanos, las virtudes de Dulcinea están más allá de la necesidad de ser demostradas. Que un mercader pida ver su retrato ofende tanto a ella como a don Quijote y su dogma de fe: “la importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, jurar y defender” y de no hacerlo, claro, “conmigo estáis en batalla”.

La descripción de la invisible apariencia de Dulcinea se sujeta a los cánones europeos de la época: “sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho”, etcétera. Sobra decir que Cervantes se mofa de esos convencionalismos en la misma medida en que Quijote sufre para no agregarle una sexualidad que guarda “en mis más escondidos pensamientos” y a la que sólo accede en sueños.

Luego de esta tenaz fabricación de perfecciones, a la pobre Dulcinea construida por don Quijote sólo le resta colapsar por culpa del “encantamiento” con que Sancho la aterriza en la gordita Aldonza Lorenzo: rústica “de pelo en pecho”, mujer “trocada por el sol” (es decir, morena) cuya voz potente mientras corretea cerdos se escucha a media legua de distancia, que “tiene mucho de cortesana” y cuya pelambrera, lejos de ser de hilos de oro, es “cola de buey bermejo”. Por si fuera poco, además, “monta como un mejicano”.

Aldonza es, de este modo, una contrahechura “sobajada” de Dulcinea, del mismo modo en que el buen Alonso Quijano es una contrahechura sobajada de don Quijote. Y sin embargo los dos —como todos nosotros— somos quienes somos...

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