Ya he escrito mucho sobre las vicisitudes que desde hace quince años padece la UNAM en relación con el auditorio “Justo Sierra” y el cíclico resurgimiento de un protagonismo cada vez más fastidioso y ofensivo a la elemental congruencia.

Es un nudo gordiano que aprieta, por aquí, el impulso privatizador de un puñado de “anarkos” cuyas inteligencias son tan simples como voluntariosas sus emociones; lo aprieta, por allá, el provecho que grupos y partidos políticos metidos en la UNAM derivan de manipular su potencial explosividad; y por último, lo aprieta también la comprensible cautela de las autoridades ante la amenaza de la violencia. La típica sombra del casquillo.

No se requiere de imaginación excesiva para predecir que, entre quienes sostienen el imperativo de recuperar el auditorio, medran ya quienes anticipan una pesca utilitaria en el augurable río revuelto; quienes ansían vociferar que hay “represión” y que la autonomía habrá sido violada más por las autoridades, por sacar a los privatizadores en un par de horas, que por los privatizadores mismos, que llevan ahí tres lustros.

Pero es el prolongado sainete que no cesa porque cae en la categoría de lo que Joseph Heller llamó famosamente una “trampa 22”: La inacción de las autoridades sirve para acusarlas de ineptitud, pero su acción apta serviría para acusarlas de… autoritarias.

Y es que no deja de ser por lo menos intrigante que entre quienes presionan a las autoridades hacia la factible pequeña gran batalla del Che, haya quienes en otros tiempos cerraron la UNAM entera en beneficio de sus propias fantasías políticas, y le hicieron a la UNAM toda lo mismo que ahora reprochan a los anarkos. Tampoco deja de serlo que, el mismo día en que los anarkos armaron su reciente zipizape, un puñado de académicos al servicio de Morena convocase a la enésima “democratización” de la UNAM (que naturalmente, a nombre del pueblo bueno, ese puñado demócrata se resignaría a liderar).

¿Qué hacer con el auditorio? Quizás habría que apostarle a la fatiga de los universitarios ante el hecho de que una parte de su universidad se halle en manos de la iniciativa privada (Anarkos, A.C.); pero también a la fatiga de observar “la bárbara inhumanidad de los modos de comportamiento que, además de ser regresiva, confunde regresión con revolución”, como dijo Theodor W. Adorno de los estudiantes ultras hace (¡ay!) cincuenta años…

Más ofensiva que la privatización del auditorio es el tiempo que ha estado privatizado. Con el cambio de rector, naturalmente —mezcla de novatada y calado— se agudizan las presiones. Ya se habla de protegerse tras un plebiscito que, si bien otorgaría legitimidad moral a la expulsión, sentaría un precedente impropicio. A mí me parece que si a estas alturas hubiese quien chillara “represión”, la respuesta colectiva sería que han sido los anarkos quienes han reprimido al pueblo, expulsándolo de un edificio del que es dueño único y cuya administración ha confiado a la UNAM.

Alguna vez propuse que tras la obsesión por secuestrar edificios hay un fetichismo: supone posesionarse del espíritu de la institución despojada. Apoderarse de un edificio parecería otorgar materialidad a lo que, sin el edificio, es sólo una emoción entre muchas. Tener el edificio hace creer a los anarkos (como a los huelguistas del CEU en 1999, cuando se apoderaron de la Ciudad Universitaria), que sus ideas son mejores que otras, y más reales y sólidas, pues se miden en metros cuadrados.

Es un hecho que sin la posesión del auditorio, los okupas no existirían, o existirían sólo con la libertad y los riesgos propios de cualquier otra agrupación o movimiento. Quizás sea ese el primero, o el último, de los argumentos para despojarlos de su despojo: su expulsión del auditorio y de la UNAM sería muy provechoso para sus ideas y altamente benéfico para su ideología. No se pueden pasar la vida breve esclavizados por un dios o un patrón en forma de bien inmueble.

Deberán agradecer su expulsión y, mejor aún, anticiparla: sin la carga del auditorio serán más libres.

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