Ignoro estratosféricamente qué intereses, complots o conflictos puedan estar reptando tras la idea de haber levantado una rueda de la fortuna en Chapultepec. No puedo saber si hay malicia pecuniaria, apetito político inconfesable, mercadeo de intereses, toma y daca de compadrazgos, o si meramente aspira a agregarle esparcimiento a aquel remanso que hace lustros dejó de ser remanso.

El proyecto fue aprobado —dice la prensa— por un Consejo Rector Ciudadano del Bosque de Chapultepec al que ipso facto se opuso un MoReNo que resolvió por sus fueros que ese no es ni consejo, ni rector ni ciudadano, aunque sí relativamente bosque, y que carece de credenciales legítimas, por lo que es menester una “consulta ciudadana” verdadera, es decir, más ciudadana que la otra. También emanó una Panista proba que declaró que no ponerla al tanto del proyecto agravó su carácter de diputada y jefa de cuanta cosa.

¿Cómo saber nada? En México toda iniciativa pública está instintivamente bajo sospecha. Todo lo que se le ocurra a alguien está de antemano condenado, como una prueba de roscharch, a ser interpretado con las anteojeras más delirantes y las más vistosas hermenéuticas. Hasta ahora, la erección de la famosa rueda ya ha sido acusada de 1), proyecto colonizador para despojar a Chapultepec de su identidad; 2), atentado contra “la convivencia vecinal”; 3), agravio a la tina de Moctezuma y al castillo de Maximiliano; 4), violación de “uso de suelo” y 5), de ser una antena disimulada en beneficio del espionaje internacional inconfesable.

Más allá de todo esto, cometeré la osadía de confesar que mi pueril corazón se amerita en las ruedas de la fortuna. Me encanta, en la feria de mi barrio, la enclenque ruedita de la fortunita, precaria fábrica de chirridos, más sostenida por la inquebrantable fe de sus usuarios que por sus muletas flacas. Y me deslumbran las medianas, como la de Monterrey (a pesar de que obviamente se llama la “Macro Rueda” y ostenta góndolas VIP que incluyen “vino tipo champaña”). Y me apasionan las gigantescas, esas que ahora las urbes ambiciosas se ponen como medallas, como el London Eye, minutero lentísimo, mecánica evidencia de que es lo mismo la quietud que el movimiento.

Toda rueda de la fortuna es pedagogía giratoria: treparse a una equivale a meterse en una alegoría mágicamente materializada. Pasados los vértigos y los regustos del simulacro de vuelo, suele abrirse un paréntesis de silencio íntimo en el que todo pasajero advierte que, en efecto, su vida es una rueda cautiva de la suerte veleidosa.

Desde tiempos ancestrales, la “rueda del mundo” es símbolo tradicional (en el sentido callejero, pero también en el gnóstico) del carácter tembloroso del destino. El severo Boecio pregonó hace 15 siglos que vivimos bajo “el gobierno de la fortuna” y que es prudente someterse a sus costumbres. “¿Pretendes detener la marcha de su rueda en pleno impulso?”, pregunta igualado al lector, “No seas estúpido: si llega a detenerse deja de ser fortuna”, le responde.

Toda la inteligencia del medioevo —que los simples insisten en llamar “edad oscura”— acató la imagen de la rueda de la fortuna como cifra pertinente de nuestra fragilidad. Son abundantes las imágenes y las referencias
sabias. Me quedaré con una sola, de Jorge Manrique, en una de las “Coplas por la muerte de su padre”, frescas como el primer día:

Los estados y riqueza

que nos dejan a deshora,

¿quién lo duda?

no les pidamos firmeza,

pues son de una señora

que se muda.

Que bienes son de Fortuna

que revuelve con su rueda

presurosa,

lo cual no puede ser una

ni estar estable ni queda

en una cosa

En fin, rueda de la fortuna de Chapultepec, en la esperanza de que ejerzas tu magisterio, te deseo… buena fortuna.

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