Circula desde hace un par de meses un libro de Ángel Gilberto Adame titulado Octavio Paz. El misterio de la vocación. Publicado por la editorial Aguilar, y precedido por un equilibrado prólogo de otro ambicioso biógrafo de Paz, Christopher Domínguez Michael, el libro de Adame es un aporte de relieve a la tarea de apreciar, entender y analizar la trayectoria de vida del alto poeta y pensador.

El libro es un aporte importante al carácter colectivo de esta tarea biográfica de la que, por cierto, Paz mismo no estuvo ausente. La necesidad de explicarse su vida fue constante en su trabajo: lo hizo en las abundantes entrevistas; se exploró a sí mismo en sus ensayos, a veces como protagonista de otras vidas que exploró como biógrafo/crítico —tal sus trabajos sobre Xavier Villaurrutia o Jorge Cuesta— y a veces de manera vicaria, con simpatía autodelatora, como en sus estudios sobre Ramón López Velarde o Sor Juana Inés de la Cruz.

Su ánimo autobiográfico profundo, claro está, sólo se halla cabalmente en su poesía. Buen romántico, Paz hizo de la poesía el escenario en el que aspiraría a “representar con toda fidelidad a mi alma”, como escribió con arrojo juvenil en 1935 al ingresar a la mayoría de edad. Para un poeta la voluntad de autoconocimiento posee un carácter obligatorio: escribir es confesarse, dice en los mismos años juveniles, enfrentar “al tembloroso espejo que soy yo”. No se trata de una misión ni de una tarea, sino de una segunda naturaleza, una respiración alterna que reivindicó toda su larga existencia: “todo lo que yo escribo es biográfico, una tentativa por dar sentido espiritual a mis experiencias vitales, y por eso —buena o mala— mi poesía es mi otra vida”, escribió en 1963.

La poesía como forma de vida ha sido una experiencia en la que, como protagonistas subsidiarios, los lectores hemos acompañado a Paz, a veces con trabajos críticos que aumentan día con día la extensa bibliografía de Hugo Verani, algo que no deja de irritar a quienes privilegian la amnesia selectiva en las mismas páginas donde entonan vehementes loas a la importancia de la lectura en México. Ni modo.

El libro de Adame se atarea con la historia llamémosle “pública” de Paz. Es la historia de los por qués, los dóndes y cómos de una figura que se confunde con la historia misma del país en el siglo. Su colección de ensayos asume con escrupulosa paciencia una revisión documental que otros estudiosos ignoramos o soslayamos (yo el primero), ya por dificultades técnicas como el acceso a los archivos o las trepidaciones de la hemeroteca, ya por una excesiva confianza en la fuente principal de información: el poeta mismo, alguien que, sujeto a las vicisitudes de la memoria, o al interés personal, aspiró como todos a redactar las líneas generales de su vida.

Adame es un investigador enormemente tenaz y dotado de una paciencia digna de beatificación que accede a todos los fondos documentales, por más inaccesibles o inhóspitos que se antojen. Su carácter de amateur (esa otra forma de la vocación) se alimenta bien de su etimología. Notario público de profesión, es un amoroso de la curiosidad, la letra pequeña y el detalle escrupuloso. Abre puertas, arrasa obstáculos y no sólo localiza informantes sino que logra que abran los armarios, desempolven cajas viejas, encuentren el álbum de fotos y traigan a la tía parlanchina.

Hasta ahora, Adame ha apuntalado con el concreto de la certidumbre zonas de la vida de Octavio Paz que antes flotaban en los mentideros, conjeturas y vaguedades que se prestaban a interpretaciones erróneas o viciadas. Sabemos más ahora sobre los camaradas que organizaron con Paz la generación de la revista Barandal; conocemos en detalle la rocambolesca historia de “José” Bosch, ese difunto dos veces renuente; entendemos la hechiza redacción que hizo Paz de su paso por la Facultad de Derecho; miramos desde bambalinas la boda de Paz con Elena Garro y, desde luego, agregamos elementos a la (me temo) sempiterna discusión sobre la renuncia a la embajada en Nueva Dehli.

Si la de Paz fue una vocación misteriosa, la de su aficionado no lo es menos. Ángel Gilberto Adame nos ha llevado a desdecirnos, a recapitular, a no dar nada por sabido y a dudar de lo evidente. Lo ha hecho agregándole perspectiva a los hechos, y sugiriendo otros que es de desear que hurgue su mirada de espeleólogo. Un último mérito, y no el menor, y menos en México, es que lo ha hecho de la manera más encomiable, la de quien entiende que “todo lo sabemos entre todos”.

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