Sola en el mundo. Apenas pudo escapar de la matanza que acabó con la vida de todos sus familiares hace seis años en Somalia. Huyó hacia Sudáfrica, donde residió poco tiempo. Logró comprar un boleto de avión hacia Brasil y desde ahí, alternando largas caminatas y trayectos en autobús, llegó a México. Hoy se encuentra “asegurada” (como si se tratara de un bien y no de una persona) en la Estación Migratoria Siglo XXI en Tapachula, Chiapas.

Él huye acompañado de su familia. Fue testigo de un homicidio en El Salvador. Las maras no tardaron en amenazarlo de muerte, especialmente a sus hijos pequeños. Le dieron cinco días para dejar el país, pero esa misma noche, a las 3 de la madrugada, tomó sus pocas pertenencias y huyeron. Su única preocupación era que las maras no los asesinaran. “Ellos sí cumplen”, me dijeron cuando platicamos en un refugio en Chiapas.

Estas graves situaciones parecen lejanas a lo que leemos o escuchamos en las noticias nacionales. Lo que sucede en Siria o Afganistán nos resulta ajeno, casi inimaginable. Las tragedias de Guatemala, Honduras o El Salvador, a pesar de ser nuestros cercanos vecinos y hablar el mismo idioma, no generan empatía o entendimiento en nuestro país. Somos insensibles a sus crisis humanitarias.

A pesar de ser la decimoquinta economía del mundo y un activo participante de la agenda multilateral, ¿por qué somos ajenos al dolor en el mundo? Quizá nos hemos vuelto incapaces de sentir el dolor propio, porque nuestras tragedias se han convertido en narrativa cotidiana y nos hemos acostumbrado a ello. La muerte ya no es noticia.

Datos publicados en el principal periódico hispano de Los Angeles, La Opinión, indican que de 2007 a 2014 fueron asesinadas 164 mil personas en el marco del combate al narcotráfico en México. En comparación, en Irak y Afganistán —países en guerra— murieron 103 mil personas.

Amnistía Internacional, en el informe Un trato de indolencia. La respuesta del Estado frente a la desaparición de personas en México, señala que desde 2006 se desconoce el paradero de 27 mil personas sin saber cuántas han sido por desaparición forzada, cuántas por actores no estatales y cuántas se han ausentado voluntariamente. Esta cifra es similar a la publicada por el gobierno en 2013.

El contraste con otros países no es favorable. Datos del Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas o Involuntarias de la ONU muestra que la desaparición forzada en México presenta niveles similares a los de países que han vivido guerra civil y violencia política como Siria y Pakistán.

Millones de familias mexicanas se encuentran separadas por la necesidad de migrar. Si bien la condición de migrante es muy distinta a la de refugiado, México ha expulsado a 11.6 millones de connacionales que huyeron a EU en búsqueda de oportunidades y de comunidades más seguras. Del otro lado del planeta, en Siria están sufriendo la tragedia humanitaria más grave en las últimas décadas que ha ocasionado que más de 5 millones de sirios huyan a otros países.

Tal vez el problema menos reconocido y estudiado en nuestro país es el desplazamiento forzado. Según la CNDH, 35 mil 433 personas se encuentran internamente desplazadas. Otros estudios elevan esa cifra a 280 mil e incluso a más de un millón de personas. En Afganistán, tierra víctima de los talibanes y el extremismo, 1.2 millones de personas se encuentran internamente desplazadas de acuerdo con Amnistía Internacional.

Cito una nota de El País que narra parte de lo sucedido el domingo en Nochixtlán, Oaxaca: “Como en México la violencia es hermana de la calma, unos vecinos desayunan quesadillas junto a los restos de una barricada que todavía humea”.

Aún las madres y padres recuerdan a sus desaparecidos, lloran a sus muertos, recuerdan sus hogares. Mientras ese dolor sea sólo de algunos y no la indignación de todos, México seguirá siendo hermano de la calma, el país donde suceden tragedias pero no pasa nada. Donde podemos almorzar mientras otros lloran a sus deudos.

Senadora por el PAN

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses