El 19 de septiembre de 1985 México se topó con un amanecer que nadie podría haber imaginado. La magnitud de los sismos que sacudieron a la ciudad de México y numerosas otras localidades causó daños que todavía hoy, 30 años después, son difíciles de medir siquiera. Si bien algunos de los materiales se pueden contabilizar, y suman cerca de 8 mil millones de dólares, no hay forma de calcular los daños ocultos a cimientos e infraestructura que se fueron revelando con el paso de los años.

Mucho más complejo aún estimar el enorme, inconmensurable costo humano de la tragedia. A falta de cifras oficiales confiables, los optimistas hablan de 10 mil, otros de hasta 40 mil vidas perdidas. Y esas cifras no toman en cuenta a los muchos que sufrieron lesiones físicas, mentales y anímicas con las que tuvieron o tienen que cargar para toda la vida. Amputados, mutilados, desfigurados son los más visibles, pero hay incontables otros que han tenido que enfrentar en silencio el trauma, la depresión, el pánico y demás heridas que los dejaron tocados en su psique.

Hay toda una numeralia de daños y afectaciones, además de la zona gris inestimable, pero también hay otra cosa, imposible de cuantificar, que nos dejaron los terremotos del 85: el despertar ciudadano y de la sociedad civil que, en respuesta al tamaño del desastre y a la incapacidad de respuesta material y política del régimen para enfrentarlo, mostró de qué estaba hecha esa generación de mexicanos.

La solidaridad fue el sello de ese momento y hay historias conmovedoras y ejemplares de los esfuerzos de centenares de miles, si no es que millones, de personas que se volcaron a las calles, a las zonas del desastre, a los albergues y a los centros de acopio con la intención decidida de ayudar. De esa vocación de apoyo individual o familiar surgió algo todavía más trascendente para el país: la organización espontánea de los voluntarios por un lado, y la plena conciencia de que el pasmo de las estructuras burocráticas no sólo debía ser motivo de crítica e indignación, sino también de acciónes concretas.

Para todos los que participaron, participamos, de una u otra manera en las labores de rescate o de apoyo, la lección fue más que clara: si las cosas no suceden hay que hacerlas, si los víveres no llegan hay que distribuirlos, si las brigadas no reciben agua ni alimento hay que llevárselos. Ya habría tiempo después para quejarse, para criticar. En esos momentos de urgencia las cosas se hacían, no se decían. Y quienes hoy se asombran de la inmediatez de las redes sociales y la tecnología, sepan que en esos tiempos, sin celulares, sin Facebook ni Twitter, el boca en boca sirvió para movilizar a una sociedad entera para la más noble causa, la de la ayuda desinteresada al prójimo.

Aquí debo hacer un paréntesis para una aclaración de justicia elemental. Cuando hablo de parálisis e inacción gubernamental me refiero a las estructuras tradicionales de poder, a las así llamadas instituciones. Lo que sí funcionó de manera admirable fue lo que podríamos llamar la infantería de la burocracia. Policías, soldados, médicos, enfermeros, empleados de servicios urbanos, servidores públicos en el más amplio y noble sentido del término que se entregaron en cuerpo y alma a las tareas de rescate, aunque no llegaran nunca sus relevos, ni las más básicas herramientas para trabajar, ya de agua, comida y frazadas ni hablar.

Los regímenes autoritarios suelen resquebrajarse cuando sus habitantes se dan cuenta de que no son omnipresentes ni todopoderosos. Junto con muchos edificios ahí comenzó a derrumbarse el viejo sistema mexicano y a surgir uno que, con todos sus defectos y carencias, es infinitamente más abierto, más plural y más participativo, con una ciudadanía mucho más exigente y demandante, como debe de ser.

Analista político y comunicador. Twitter: @gabrielguerrac www. gabrielguerracastellanos.com

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