Santa Fe fue construida como una anexo moderno a la ciudad de México; una contraposición territorial y urbana a la megalópolis; ante la historia, la modernidad, ante el caos, la planificación. La encomienda era transformar la imagen de la ciudad, dotarla de un centro financiero donde la élite más moderna y cosmopolita pudiese trabajar y habitar. En ese sentido, el derrumbe ocurrido hace unas semanas funcionó como una metáfora perfecta de lo que realmente ha sucedido con esta zona. Hoy, Santa Fe es una isla que se ahoga: a pesar de que sus rascacielos se estiran por una bocanada de aire, Santa Fe se hunde.

La metáfora de la isla no sobra. Santa Fe fue concebida para recluir; como un apartheid urbano que blinda de la ciudad. Su ideación fue aspiracional, fruto de nuestra malsana obsesión con el mundo estadounidense y una tendencia a la corrupción. En ese sentido el resultado era previsible: acabamos reproduciendo lo malo y omitimos lo bueno. El fracaso es de concepción, no aspiramos a imitar la calidad de vida estadounidense sino su modelo de opulencia. Por ello, la nueva ciudad se erigió en una anarquía cuya única constante fue de orden métrico. La ironía se cuenta sola: habiendo sido planeada como una isla que mantuviera a la ciudad alejada, acabó convirtiéndose en una jaula que impedía salir: en lugar de proteger, contuvo.

La zona representa todos los inconvenientes de la urbanización sin sentido. Una urbanización que privilegia al automóvil sobre el ser humano y al estatus sobre la funcionalidad. En ese sentido, se trata de una oportunidad perdida. Mientras que la zona de centro de la Ciudad de México se desarrolla con un modelo de inclusión urbana que privilegia la creación de espacios públicos y transporte alternativo, Santa Fe busca perpetuar la noción paranoica y elitista de los noventas: los fraccionamientos de lujo rodeados de bardas y sistemas de seguridad; los guardaespaldas en sus camionetas estacionados ilegalmente en doble fila, y la ausencia de transporte público con el que los ejércitos de empleados domésticos y de seguridad puedan transportarse. Si existe algún lugar en el DF cuya arquitectura constate el desprecio de las elites por su realidad esa es Santa Fe.

En el mismo tenor, el fracaso de Santa Fe no se limita a su funcionalidad; incluso en su aspiración de estatus el área ha tenido una suerte desafortunada. Las zonas de lujo suelen acompañarse de la innovación arquitectónica. Para los interesados en el mundo del estatus, la forma es fondo. Santa Fe se contrapone a esta idea; individualmente su arquitectura es mediocre y desabrida, en conjunto la mediocridad se suma en una especie de yermo urbano. El ambiente es frío y deshumanizado; allí no impera la efervescencia típica de un nodo de globalización sino un vacío gris y silencioso parecido a las secuelas de una catástrofe. Al igual que en su hermana gemela, Interlomas, los edificios se erigen más como parodia que ejemplo de modernidad.

Santa Fe es el producto urbanístico de la corrupción. La corrupción de políticos y empresarios que se han enriquecido con cambios de suelo que violan leyes y ponen en riesgo la vida humana. Corrupción de constructores que no han entendido aún la importancia de la sustentabilidad. Corrupción de planificadores, que ven un parque como un edificio perdido y una plaza pública como un negocio fallido. Al final, el modelo de Santa Fe ha fracasado por una mezcla de incompetencia y una visión urbana miope y elitista.  Mientras que las ciudades que Santa Fe buscó imitar ponen al ser humano y su movilidad en el centro de sus políticas, Santa Fe los condena a una vida de coche y tráfico. Mientras que las ciudades modernas buscan construir espacios que mitiguen la desigualdad social, Santa Fe es una burda oda a esa desigualdad. Más que una metáfora, el derrumbe sufrido hace unas semanas es una constatación de la magnitud del fracaso.


Emilio Lezama
Director
Los hijos de la Malinche
www.loshijosdelamalinche.com

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