El 19 de septiembre de 1985 se conmemora una de las peores tragedias en la historia de México. En ese momento el país aprendió varias lecciones; una de ellas, que la corrupción no era sólo un problema ético o de imagen. Vidas se perdieron por constructores que se ahorraron algunos pesos en obras baratas y deficientes; por funcionarios que dieron permisos de edificación a cambio de regalos o “comisiones”.

Ojalá pudiera decirse que ese fue el punto de quiebre para desterrar la transa. No fue así, ni siquiera para el ámbito de la obra pública.

En 1985 se marcó el inicio de la acción ciudadana organizada ante la parálisis del gobierno. Las famosas escenas de solidaridad entre la población del Distrito Federal para atender a las víctimas lo mostraron. Y no paró ahí; fue a partir de ese año que comenzó la democratización del país, los cambios de partido en gubernaturas, nuevas leyes que permitieron elecciones más libres. Los derechos civiles se expandieron desde las cenizas del terremoto.

Desafortunadamente la exigencia de cambio de la sociedad y de la oposición se concentró en la caída del partido en el gobierno. Se creyó, a veces de forma explícita, otras implícita, que la sola pluralidad en los espacios de poder bastaría para traer en consecuencia todos los beneficios de los países desarrollados, donde la democracia es una realidad. Se creyó que vendrían como cascada la civilidad, la rendición de cuentas, la ética en el ejercicio público. No fue así.

La explicación sencilla de ese fracaso es que los políticos de oposición, PAN y PRD principalmente, se mimetizaron con el PRI. Que sólo ellos son los culpables. Conformarse con esa razón nos privaría de hacer algo más que esperar la llegada de alguien diferente en cada siguiente elección.

La clase política no viene de Marte. Formó sus valores y se encumbró a partir de la experiencia que sus miembros tuvieron en la sociedad. Esa ciudadanía que tras 1985 demandó reglas parejas entre políticos, desestimó exigirles pulcritud incluso si ello significaba que nadie se beneficiara de la transa.

En 2004, cuando el terremoto cumplió 19 años, cuatro de cada 10 mexicanos consideraban conveniente pagar el precio de cierto grado de corrupción si ayudaba a solucionar algunos problemas del país, de acuerdo con el informe La democracia en América Latina de la ONU. Diez años después la directora de la encuesta continental Latinobarómetro, Marta Lagos, dijo sobre los resultados: “La corrupción está tan metida en el sistema que ya no llama la atención del mexicano”.

Transcurridos estos 30 años del sismo, hay que volver a recordar: nuestra tolerancia a la trampa podría costar la vida de nuestros seres queridos algún día.

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