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De acuerdo con el Diagnóstico Integral del Programa Nacional de Prevención de la Violencia y la Delincuencia 2016, de la Secretaría de Gobernación, la población en el estado de Tlaxcala percibe como “natural” el delito de trata de mujeres, quienes viven violencia física, patrimonial y sexual. El reporte agrega que los niños de esta entidad también sufren diversos tipos de maltrato, entre los que destacan la violencia psicoemocional, física y sexual.
De manera alarmante, en el documento aludido se concluye que en Tlaxcala “se ha naturalizado para la población en general un dramático comercio sexual, que ha maquillado uno de sus indicios reciclados: la trata de personas con fines de explotación sexual, disfrazado de una especie de trabajo de índole sexual donde muchos actores son beneficiados y las mujeres en situación de prostitución son explotadas libremente” —o sea, impunemente—. Es decir, existe una aceptación gravemente generalizada de esta práctica —que además se convierte en pilar de la economía— a todas luces violatoria de los más elementales derechos humanos.
La problemática asociada a los casos de trata en Tlaxcala está entonces íntimamente ligada a la gestación —¿o auge?— de una cultura proxeneta. Incide negativamente, además —quizás como parte de la “normalización” de este delito—, la corrupción institucional: víctimas de trata afirmaron que el sistema judicial del estado tolera la prostitución y participa en actos de extorsión sexual a cambio de dejarlas trabajar.
Ante esto, activistas señalan que lo que está fallando es la prevención, y que la normalización de la trata y de la violencia ha derivado en que se convierte en el modo de sobrevivir de familias completas. “Tlaxcala y una parte de Puebla tienen familias enteras que se dedican al negocio de la trata de personas. Éstas normalizaron dicha conducta, así como la violencia hacia las mujeres, las niñas y los niños. No lo ven como un delito porque es su forma de sobrevivir”, afirmó Areli Rojas, de la Fundación ¿Y quién habla por mí?
La gravedad de esto no es menor, pues hablamos ya no sólo de la ausencia de una cultura de la legalidad —y el mínimo respeto a las personas—, sino de algo que podríamos llamar una “cultura del delito”, lo contrario al Estado de Derecho, tan extendida en México.
Atendiendo a lo anterior, con la trata en el estado de Tlaxcala podríamos estar observando un fenómeno de descomposición social similar al de los huachicoleros en Puebla, cuyas comunidades de origen subsisten mayormente de esta práctica criminal, misma que por ello es socialmente aceptada, promovida, e incluso protegida.
Es un hecho que se ha fallado en la prevención social y en generar oportunidades para que las nuevas generaciones vean otra forma de tener ingresos. Pero también es real —y esto ha de cambiar— que el gobierno persigue a las mujeres que se dedican a la prostitución, sin detenerse a observar a los clientes como parte clave del problema. Se criminaliza a las mujeres, pero no a quienes circundan, gestan, administran y “consumen” el problema. Esto debería replantearse.