Con la muerte de Fidel Castro, la noche del pasado viernes en La Habana, Cuba, se termina una era en la historia de América. Independientemente de hacia dónde vaya ahora esta nación en términos políticos —ya sea la continuidad indefinida del régimen castrista, con Raúl Castro o alguien más a la cabeza, como hasta ahora, o quizás hacia una transición pacífica, encabezada por el propio régimen, hacia la democracia—, el contexto en que sucede el fallecimiento del fundador y líder de la Revolución Cubana supone, naturalmente, varios retos para la sociedad y el gobierno de la isla.

Pero a nivel regional también para México, como vecino y actor diplomático primordial en el pasado, la nueva relación entre Cuba y EU, sin Fidel Castro en la isla, y con Donald Trump al norte del Río Bravo, supondrá un desafío, que a la vez puede ser un campo de oportunidad.

El presidente electo de EU, Donald Trump, ha sugerido en varias ocasiones que no pasará mucho tiempo luego de asumir el poder, para que revierta la apertura hacia Cuba emprendida por Barack Obama. En Miami, por ejemplo, durante la campaña Trump afirmó que no sólo repudiaba la política de Obama, sino que en cuanto tomara el poder derogaría todas sus órdenes ejecutivas al respecto. Y es justo en este sentido que la actuación del gobierno mexicano podría recobrar su antiguo papel central como mediador entre ambos países.

Podría sonar descabellado, incluso frívolo, en vista de las dificultades que ya enfrentamos como país con respecto a Trump; sin embargo, asumir una actitud mediadora, propositiva, de liderazgo ante la nueva relación entre nuestros dos vecinos, podría contribuir a fortalecer la capacidad de negociación y el talante de nuestro país, hoy tan cabizbajo frente a Trump.

Pero más allá de cualquier cálculo, México, por el solo hecho de compartir la vecindad con ambos países, debe oponerse firmemente a que el nuevo gobierno de EU dé marcha atrás al proceso de deshielo diplomático entre Washington y La Habana. Nuestro gobierno no puede —y con él la comunidad internacional— permitir que debido a la ausencia de Fidel Castro —o la llegada de alguien como Trump a la Casa Blanca— se termine de un plumazo con un proceso histórico que por el propio peso de los tiempos es irreversible.

En última instancia, el distanciamiento no beneficiaría los intereses nacionales ni de Estados Unidos ni por supuesto de Cuba y sólo serviría para saciar los intereses de la clase política cubanoestadounidense y al exilio radical. Es muy probable —y deseable— que el gobierno cubano trate de negociar con Trump la continuidad de la política de apertura. Y es aquí donde México podría desempeñar un rol decisivo. Sólo falta tener altura de miras.

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