Concluirá un año cervantino, el 15 del presente siglo, y comenzará otro no menos cervantino: 2016. Este señalará el 400 aniversario de la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra, ocurrida el 22 de abril de 1616, en el Madrid de los Austrias. El entierro del poeta y novelista tuvo lugar al día siguiente, en el convento de las Trinitarias Descalzas, en la calle de Cantarranas, llamada en la actualidad Lope de Vega.

Al inmenso Lope —quien no simpatizaba con el autor alcalaíno, y era correspondido plenamente— se debe una de las pifias más grandes de la literatura universal: el vaticinio sobre el libro más famoso de su rival. En un poema medianamente ingenioso, llamó al Quijote “libro baladí”, le asestó una especie de maldición excrementicia (“de culo en culo por el mundo va”) y vio cómo la obra, en el futuro, pararía en los “muladares”. ¡Qué manera de equivocarse! (Queda el pálido consuelo de que quizás el ataque no sea propiamente de la mano de Lope, sino de uno de sus discípulos o admiradores; pero la tremenda pulla se le ha atribuido durante largo tiempo).

El año 2015 ha sido, claro, el del aniversario de la Segunda Parte del Quijote. En 2005 se conmemoró la publicación de la Primera Parte, con mucho ruido y ediciones a granel; la mejor fue la popular hecha por la Academia española y la editorial Alfaguara. Estuvo a cargo de Francisco Rico, quien no ha dejado de trabajar con la novela, y en este año que casi termina publicó otra edición, muy rica en información y aún más depurada y copiosa que las que ha hecho desde 1998. En nuestros tiempos, el libro no ha podido quedar en mejores manos.

Por lo menos tres figuras de la cultura europea aprendieron español para leer la genial novela cervantina: el inglés Thomas Carlyle, el austriaco Sigmund Freud y el italiano Leonardo Sciascia. Deben ser innumerables los lectores cuyo idioma no es el nuestro (“la lengua de Cervantes”) que han hecho lo mismo; pero esos tres son realmente notables. De joven, Freud se cruzaba cartas con un amigo y las firmaban con los nombres de los personajes del “Coloquio de los perros”, Cipión y Berganza. El arrogante profesor y crítico Harold Bloom, en cambio, no se ha dignado nunca aprender español: sus opiniones sobre Cervantes y su obra, muy contundentes, son de segunda mano, pues comenta traducciones (la más reciente al inglés fue hecha por la admirable Edith Grossman).

Nunca terminaremos de hablar de Cervantes, del Quijote y de su obra en general. Yo he emprendido una minúscula campaña para que no lo olvidemos como poeta. Lo era, y muy dedicado: escribió miles de versos. Su Viaje del Parnaso es una obra deliciosa, intrigante, llena de sorpresas. Francisco Márquez Villanueva la describía como la última frontera (inexplorada, virgen) de la crítica cervantina.

Cervantes nació en 1547, año en que murió Hernán Cortés. Siempre me ha dejado pensando esa coincidencia de fechas.

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