El miércoles pasado, 16 de diciembre, durante la entrega de los Premios Nacionales de Ciencias y Artes, Antonio García de León pronunció un discurso extraordinario.

García de León es el historiador moderno de Chiapas y del mar de Veracruz en su “litoral a Sotavento”. Discípulo originalísimo de Fernand Braudel, ha investigado, en archivos laberínticos, la vida de las comunidades indígenas y campesinas del sureste mexicano; para ello se sumergió en los acervos documentales de América Central y rescató de allí papeles innumerables.

En sus comienzos fue lingüista; luego, “los mayores” de la comunidad tzeltal donde hizo sus trabajos juveniles, como él contó en Palacio Nacional, lo instaron a olvidarse de los estudios etnográficos y a ocuparse en buscar los escritos de la Corona española “en reconocimiento de la legitimidad de sus linderos y tierras”. Ahí dio un golpe de timón vocacional; de lingüista pasó a historiador. Entró de lleno en las vidas y destinos de las comunidades más pobres del país.

La música, por otra parte, lo ha acompañado siempre: es jaranero cabal y tiene mucho de buen poeta, de luminoso versificador. En 2015 ha merecido el Premio Nacional en Historia, Ciencias Sociales y Filosofía.

Lo que más me llamó la atención fue el tono de García de León: un tejido de noticias y reflexiones de una notable intensidad, modulada por la tersura de las cláusulas y el desarrollo fluido de las ideas. En ningún momento ese tono se elevaba; nada más lejano de la estridencia o de la declaración que “le planta cara al poder”. La electricidad de las palabras quedó como atemperada en esas dos cuartillas escasas; pero el sentido del discurso cala hasta el fondo y constituye una pieza oratoria ejemplar en este tiempo difícil. Fuego e inteligencia.

Antonio García de León ha sido siempre un hombre de izquierda. Eso está fuera de duda. Sus palabras en el Palacio Nacional le abren rumbos nuevos, en mi opinión, a la crítica que busca una transformación auténtica de nuestra convivencia, de sus valores y proyectos. Habló de pobreza, del tiempo histórico y vital, de la enseñanza en las aulas, del trabajo de campo, de los jóvenes, de los agravios seculares. Asombra cómo tanto pudo caber en tan poco espacio.

Quienes nos consideramos también de izquierda tenemos en ese discurso un ejemplo de cómo hacer las cosas. Sin estridencias, sin consignas ensordecedoras, García de León dio una lección intelectual y moral, de escritura y de consciencia histórica.

Los tzeltales le exigieron al joven García de León que los ayudara; él encontró “las probanzas requeridas”: cumplió con la palabra empeñada.

A la luz de la educación de los jóvenes, Antonio García de León concluyó su discurso en una forma hermosa y elocuente: habló de la esperanza en que las nuevas generaciones recuperen “los títulos primordiales”. Con ello comenzarán a mandar entre nosotros la generosidad y la justicia.

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