México puede estar sinceramente entusiasmado por los significativos avances logrados a cuatro años de la acertada, oportuna y necesaria reforma constitucional en derechos humanos, ya que su aprobación:

1.— Estableció de forma definitiva la posición jerárquica que en nuestro régimen legal tienen los tratados internacionales que los contienen.

2.— Incorporó el llamado principio pro persona, mismo que ordena —en todo tiempo— la interpretación que favorece a la persona con la protección más amplia. Y,

3.— Obligó a toda autoridad a promoverlos, respetarlos, protegerlos y garantizarlos de acuerdo con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad.

Desde esa fecha, la Suprema Corte de Justicia de la Nación y el Tribunal Electoral, así como el resto de tribunales y juzgados federales, han venido reconociendo, ampliando y precisando sus contenidos, alcances y restricciones con relevantes tesis y criterios.

No obstante, la realidad es que en muchas ocasiones los beneficios tangibles de esa trascendental reforma constitucional y de sus efectos no son apreciados, conocidos y palpados en toda su magnitud por parte del gobernado de a pie, sobre todo en un entorno económico adverso como el presente, que lo conduce a tener una percepción negativa sobre su propia condición jurídica.

Esta difícil paradoja nos invita a realizar una reflexión aún más profunda, la cual en raras ocasiones se trata de manera abierta con la ciudadanía como su principal destinataria:

Los derechos humanos suponen, para su efectiva realización, de recursos públicos en cantidad y calidad suficientes.

Efectivamente, esos importantísimos derechos no son fruto de la voluntad ni de la casualidad, ni tampoco de su mera expresión legislativa, ya que en todo caso exigen de la cooperación, solidaridad y responsabilidad social compartida, la que preponderantemente tiene lugar a través del régimen fiscal prevaleciente.

En otras palabras: existe una insuperable correlación entre el nivel de contribuciones públicas y la protección eficaz de los derechos humanos, pues ésta únicamente se puede realizar en instituciones de seguridad, de justicia y de legalidad que alcancen a cubrir la creciente demanda social de todos esos servicios de manera universal, completa y gratuita.

Particularmente, los derechos humanos relativos a la libertad, propiedad y seguridad implican ante todo el respeto irrestricto de ellos por parte del Estado, mientras que otros —los llamados de tercera generación— suponen costosas estructuras públicas a cargo del erario, como los derechos al desarrollo humano pleno y al medio ambiente incontaminado.

Con el objeto de afrontar con suficiencia los enormes costos que representa la ampliación del catálogo de esos derechos de índole tan diversa, actualmente tiene lugar un meritorio esfuerzo, el cual realizan tanto el gobierno como la ciudadanía, tanto para eficientar el gasto público como para fortalecer nuestro régimen general de contribuciones públicas.

De manera indiscutible y progresiva, ese plausible sacrificio se traducirá —eventualmente— en el apuntalamiento, expansión y consolidación de la señalada reforma constitucional, misma que representa una verdadera inflexión en nuestra historia nacional, que no debe dar marcha atrás en esa trascendental materia, relativa a la auténtica vida cotidiana de todas las y los mexicanos.

Consejero de la Judicatura Federal de 2009 a 2014

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